Una familia simple, por Marcial Fonseca
La casa y sus habitantes tenían algo en común: la sencillez los definía. Todo lo que les sucedía era lo que todos esperaban; aunque un buen día habían sido testigos de algo extraordinario, oyeron el trinar de un azulejo cuando lo normal hubiese sido el de un cucarachero que siempre cantaba desde la enredadera de la planta de parchita. No acostumbrados a sorpresas, ese día fue inolvidable para ellos.
La esposa trasteaba en la cocina, el marido hacía sus abluciones, se lavaba las manos, la cara, las axilas y los dientes en la ponchera que estaba frente al pretil al final del corredor en ele. Cuando el hombre terminó con sus partes no pudendas continuó su acicalamiento peinándose, pero antes usó brillantina Brylcreem y en eso oyó el grito de «café listo en la mesa» de su esposa y se fue al comedor de cuatro sillas; ahí estaba su humeante taza. Se sentó, oyó claramente cuando el hijo mayor salía de su cuarto.
–Bendición mamá, bendición papá –saludó.
Los padres lo bendijeron cuando él entraba al baño, salió después de unos quince minutos y ya su desayuno estaba en la mesa; el de siempre, un plato de leche hervida y en él dos tazas de gofio canario y al lado un platico de tajadas, que las metió en su taza, ahora era un café con ojos grasientos. Padre e hijo empezaron a comer, luego oyeron pasos conocidos en el zaguán, ya sabían quién era. Como faltaban quince minutos para que se oyera el timbre del Grupo Escolar era un colega que siempre venía por un traguito de café antes de empezar las clases. Fue saludado por el jefe de familia.
–Compadre Hermes, ¿cómo está?, aquí tiene su guayoyito.
–Gracias, compadre, y mire, les traje unas piñitas para remojar –y le entregó una bolsa.
–Ahora sí va a estar sabroso este desayuno. Por cierto, compadre, ¿sabe que mañana me hospitalizo?
–No, no sabía. ¿Y eso por qué?
–Tengo una hernia inguinal y me está empezando a molestar, un poco de dolor y el doctor piensa que es mejor evitar una peritonitis…
Continuaron su conversación y la señora se retiró a la cocina. Finalmente el visitante se marchó y el jefe de la familia empezó a recoger sus cosa para marcharse a su trabajo. La esposa reapareció.
–Pensé que no iba a irse ese chismoso. Mi amor, ¿sabes lo que le pasó a Maricarmen?
–¿La hija de Cándido?, nada, ¿qué?
–Bueno, ella estaba en la esquina del cafetín, en la plaza Bolívar, y supongo que tú sabes que ella está de amores con Lucho, el que maneja un autobús de la línea Duaca-Aroa, y él, sin estar de turno, venía con intenciones de recogerla y quién sabe para dónde se la iba a llevar –la mujer estaba tan emocionada contando su historia que no se percató de que alguien estaba entrando en el zaguán, el esposo oyó los pasos y quiso avisarle a su mujer; pero no quería decírselo directamente y empezó a cantar.
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–Silencio en la noche, ya todo…
–Pero bueno, mi amor –lo interrumpió ella–, déjame terminar lo de Maricarmen, bien necio que eres, te estaba diciendo…
–… está en calma, el músculo duerme, la ambición descansa… –continuo él pero fue interrumpido por la visita que había metido la mano por la ventanilla del ante portón y había entrado.
–Buenos días, ¿cómo están? –era Maricarmen.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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