Venezuela unplugged, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
En el decir de mucho aspirante a analista –oficio tan venezolano- una de las evidencias palmarias de que el país «se está arreglando» es la pasmosa proliferación de vallas publicitarias que anuncian el paso por Caracas de cada vez más espectáculos musicales. Se ve de todo: desde mariachis de segunda división hasta reguetoneros de limitado verbo, estos últimos exponentes de una estética bastante consistente con la de la nueva oligarquía roja.
También hay espacio para vallenateros, grupos de gaita y bailaores de flamenco, eso por no hacer mención de la «chivera» de antiquísimos baladistas de los años ochenta que han visto en la «recuperación» venezolana su última oportunidad para – como dirían en muy Zulia natal– «ponerse en unos cobres» antes del definitivo ocaso. Entre las últimas en anunciar gira por Caracas está doña Ana Torroja, ex vocalista de la famosa banda española que integrara con José María e Ignacio “Nacho” Cano, uno de los más notables genios musicales que jamás haya parido España. Me refiero, claro está, a Mecano, referencia musical fundamental de la recordada «movida madrileña» de los tiempos de la Transición.
Claro que aquella era otra Ana, la de las microfaldas de vértigo que tan radicalmente contrastan con el sobrio traje de lentejuelas con el que la vemos hoy en el inmenso anuncio de la autopista. Y se entiende: han pasado más de 30 años y muchos fuegos de aquel entonces se habrán ido sofocado. Por si fuera apoco, la señora Torroja ahora ostenta un título nobiliario. Sus managers de ninguna manera podían «pelar» la oportunidad de extraerles un plus a los nostálgicos de «Hijo de la luna», «Aire» o «Cruz de navajas». Porque Venezuela es como un tubo de pasta dental del que, aun cuando parezca que se acaba, siempre se puede sacar un poco más.
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El antiguo temor a caminar por la calle ha venido siendo desplazado en nosotros por la repugnancia. Repugnancia que concitan el paso avasallador de la camioneta 4×4 sobre las aguas negras que corren libremente por la calle frente al restorán de alta gama atestado de comensales que degluten sus filetes con güisqui y el mall lleno de aspirantes a compradores que contemplan en las vitrinas un mundo que les deja mirar dentro, pero jamás entrar.
Hartazgo de ver a los nuevos fanfarrones productos del “enchufismo” venezolano enseñoreados en el país que se cogieron para sí o que nuestra propia irresponsabilidad ciudadana les entregó un día, mientras que en algún hospital público familias enteras hacen una «vaca» para juntar dinero y pagar la tomografía o medicamento que el ser querido enfermo necesita. Náuseas de escuchar a pretendidos dirigentes empresariales decir que «la transición ya empezó y es económica» o a otros, de esa caterva de políticos menores tan abundante hoy en Venezuela, que aseguran que «estamos en vías de la normalización democrática» y que «ahora vamos por la internacional». Ni más ni menos que la Venezuela que se acostumbró a convivir con el asco.
Pero más allá de los conciertos de 300 dólares la entrada que se ofrecen hoy como un pobre remedo de aquella otrora intensa vida cultural de la Caracas de antaño, un país sin acceso alguno a la larga regleta del «enchufismo» venezolano malvive en medio de la inflación más pavorosa del mundo.
Quede para los expertos la tarea de dirimir si la misma es «hiper» o no en una Caracas en la que un litro de leche es más caro que en Nueva York, todo lo cual no es sino expresión de una monstruosa distorsión económica que está costando vidas de las que nadie se acordará en medio del «ambientazo» que se formará con la puesta en escena de algún cantantuelo o estrella caduca de los 80s contratado para entretener a un país moral y materialmente destruido.
Montan en cólera, allá en las cumbres del poder rojo, si uno osa cuestionar el chascarrillo ese según el cual «Venezuela se está arreglando». Al fin y al cabo, los camiones de dinero erogados para sembrar al país de bodegones, fiestas multitudinarias a orillas del mar y conciertos en hoteles y centros comerciales, deberían haber sido suficiente demostración de nuestra condición de país feliz por decreto. Pero no es así. La Caracas de los próximos meses promete mucho circo, aunque muy poco pan. Circo que aplaudirá a rabiar toda una nomenklatura ávida de entretenimiento localmente provisto – muchos no podrían poner ni un pie fuera del país- en el que no faltarán charros de dudosa estampa como el señor Fernández, reguetoneros de precaria expresión como el señor Tavárez ni voces estridentes como las del señor Castro. ¡Hasta para los grupies de la señora Torroja, hoy marquesa de no sé dónde, habrá espacio!
Los que sí que quedarán «por fuera» serán los de siempre. En hospitales como el mío, haciendo cola a la espera de una mísera pensión, corriendo despavoridos por sobre los rieles del metro averiado con la mochilita tricolor – ese emblema de la miseria nacional– al hombro o caminando por los páramos de Colchane para pasar clandestinos a Chile; allí está, abandonada a su suerte, la otra Venezuela, la del 90 y largo por ciento de ciudadanos que no puede pagarse el ir a ver los mismos pasos de katá del señor Emmanuel de hace 30 y pico de años. E
s el país que no gana en dólares, sino que sobrevive con bolívares que nada valen; la Venezuela que ya ha visto partir a más de 7 millones de sus hijos a buscarse la vida cruzando mares y ríos. Ni más ni menos que el país de verdad, en el que habitan los venezolanos reales y que tan distinto es de aquel otro que se inventaron para su propio disfrute los reyezuelos de la regleta enchufista.
Son estos que tengo yo aquí en frente, sentados en la acera de mi hospital esperando saber del padre, madre o hijo que han traído enfermo. Son la expresión de la Venezuela mayoritaria que no entra en aquella otra. Son la Venezuela unplugged.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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