Viaje sin encargo no es viaje, por Reuben Morales

¡Si va a viajar, no diga que lo hará! Corre el riesgo número uno de todo viajero: que le pidan un encargo (porque el riesgo número dos es ser mula). Créame que, si comete ese error, verá cómo la gente a su alrededor cambia y comienza a decirle cosas como: «Me dijeron que ibas a viajar y quería saber si te podía pedir un favor». Si eso pasa, agarre su celular y finja que le entró una llamada en donde le dan una noticia espantosa, como que le metieron a lavar su ropa blanca con una camisa roja nuevecita.
Porque si no, comenzarán a pedirle encargos con unos trucos que ya detecté tras años de cometer el mismo error: decir cuándo me iba de viaje. Y dichos trucos son los siguientes:
Si el encargo se lo piden con una sonrisita, ¡desconfíe! Están por endosarle unos botines de básquet talla 43 que le ocuparán media maleta.
Si el encargo se lo piden hablando en un tono agudito, usted se fregó. Ahora serán unos patines en línea talla 45 (y además se quedó sin espacio en la maleta).
Si además le dicen que el encargo es «una tontería» o «una bobadita», ahora sí me compadezco por usted. Desde aquí lo veo trayendo un amortiguador de camión.
Aunque la verdadera arma letal de todo encargo es cuando se lo piden usando diminutivos, como «tráeme unas cremitas». Porque en efecto serán unas cremitas, pero para la mamá, la tía, la abuela, la señora de servicio, la vecina, la maestra del niño y la más importante de la familia: la perrita.
Y todo esto se lo digo con total conocimiento de causa, pues además soy hijo de piloto, lo cual me hace PhD en Encargología. Título que me autoriza para clasificar a los distintos tipos de encargadores.
Está el que pide cosas con denominación de origen, como el que una vez me dijo: «Como vienes de Colombia, por fa tráeme un café de Juan Valdez». Entonces viajé, llegué a su ciudad y cuando le pregunto que en dónde nos vemos para dárselo, me dice: «Ahí cerca de tu hotel, en el Juan Valdez».
También tenemos al que se considera asesor de imagen, quien una vez me preguntó: «¿Qué quieres que te traiga?». Y le dije: «Si no es molestia, una camisa XL». Entonces, cuando volvió, fui a buscar la camisa y resultó ser una L.
– Pero era XL.
– Sí, pero es que yo la vi y dije: «¡No, eso es muy grande! Mejor le llevo la L».
Aunque pase lo que pase, jamás caiga en la trampa maestra de los encargos: aceptar un alojo gratis. Miren que una vez me quedé en casa de unos amigos por una semana y, cuando me estaba despidiendo, uno de ellos me dijo: «¿Podrías llevar unas cositas para mi familia en Venezuela?». Léase bien: «cositas» (además lo dijo agudito y sonriendo). ¿Qué le iba a decir?
Entonces sacó una bolsa negra de basura llena de muchisisísimas «cositas», me la dio y así me tuve que ir al aeropuerto. Con una bolsa que parecía tener un cadáver picado en «pedacitos».
Y no falta el que una vez me dio treinta y dos blísteres de pastillas para un familiar que las necesitaba con urgencia, haciéndome sentir como si yo fuese la madre Teresa llevando un órgano para trasplante. Un sentimiento heroico que se me quitó cuando llegué al puesto de inmigración y el oficial me dijo: «¿Y ese poco de medicinas qué?».
Momento en el que llegaron a mi mente más teorías de conspiración que en un congreso de OVNIS. «¿Será que le hice algo malo a mi amigo?». «¿Será que se está vengando de mí y eso no es medicina nada?».
Al final, mis teorías como que se confirmaron, pues el guardia me metió a un cuartico y me ordenó bajarme los pantalones para ver si llevaba algo escondido. Y hoy, luego de varios años del incidente, confieso lo que me descubrió. Porque en el bluyín lo que escondía, era que casi no tengo nalgas.
Por todo esto, es que finalmente tomé la decisión de ya no decirle a nadie cuando me vaya de viaje para que no me pidan encargos. Y menos ahorita, que voy a visitar a mi familia del 7 al 23 de junio en los Estados Unidos y no quiero estar con preocupaciones.
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Reuben Morales es comediante, profesor de stand up comedy y escritor de humor.