Vilas, el ser y el todo, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
(Alrededor de los libros)
La relación entre el ser y la nada había sido objeto de la filosofía, pero, como la nada es nada, debía ser dicha con palabras suplementarias, entre ellas imágenes, símbolos, metáforas, metonimias. Así llegó a ser también objeto de la poesía. Lo descubrió Heidegger en la poética de Hölderlin desplegada en ese deseo de entrar donde no nos está permitido asomar como habitantes de este mundo, el de la luz que enceguece, el de la luz total. O en esa desgracia de caer en la soledad absoluta de la muerte eterna.
Somos seres a media luz, insinúa un tango. Ni en la luz total ni en la oscuridad absoluta podemos vernos. Y, sin embargo, es posible deducir, para ver lo que no se puede ver nos dieron el pensamiento. No es necesario ver para creer, pero para creer es necesario pensar. El pensamiento es el camino que precede a toda creencia, resuena en los ecos de Ortega.
La prosa —digamos mejor, la narración literaria— se ha mantenido relativamente alejada del pensamiento metafísico. Así, ese escritor con tendencias filosóficas, J. L. Borges, separó drásticamente sus textos narrativos de sus ensayos y de sus poemas. En algunos casos —pensemos en el Thomas Mann de La montaña mágica— hay personajes que emiten largas parrafadas filosóficas, pero estas se encuentran siempre sometidas a la trama o al relato. En otros, El extranjero de Camus o La náusea de Sartre, los personajes actúan como simples agentes de la filosofía del autor.
Al parecer solo hay dos autores que han logrado unificar narrativa y filosofía en una sola dimensión. Los avisados saben que nombraré a Proust y a Kafka: dos solitarios, dos automarginados y, no por casualidad, dos judíos. Hoy ha aparecido, retomando esa tradición, un autor que, tal vez sin quererlo, la continúa, pese a que muchos de sus contemporáneos no logran entender el sentido de su mensaje. Me refiero al español Manuel Vilas quien no solo ha logrado unir al pensamiento filosófico con la narración literaria sino, además —como ese taciturno poeta que es— con la poesía. Una trinidad imposible de separar en su obra, hasta tal punto que no se sabe a veces quién es el que habla: si el poeta que es, si el narrador que quiere ser, si el filósofo que no sabe que es.
La unidad trinitaria de Vilas puede ser extrapolada en otra trinidad: la del pasado, tanto el vivido como el no vivido, la del futuro a cuya noche avanza (o regresa) y la del presente, su «ser ahí» o su estar, su Da-Sein (Heidegger) aprisionado entre tiempos infinitos, sabiendo que nació para morir, pero, a la vez, luchando para existir entre dos existencias donde él como cuerpo no ha existido ni existirá. Una trinidad que proviene del más oculto inconsciente de la cristiandad: la del Padre que es todo el Ser, la del Hijo que es el ser que es y está aquí, y la del Espíritu Santo que es quien une al Padre con el Hijo en una filiación frente a la cual el efímero sujeto no es sino un punto de transición.
Ese punto puede ser usted y la pregunta de Vilas es por eso quemante: ¿Cómo ser? O lo que es igual, ¿cómo sostenerse en este mundo para no caer en la nada de donde venimos y hacia donde vamos?
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«Todo hombre —escribe Vilas— acaba un día enfrentándose a la ingravidez de su paso en el mundo». Dos de sus últimas novelas, Ordesa, a la que me refiero hoy, y Alegría, a la que me referiré en un próximo artículo, son expresiones de su deseo de gravitar sin caer. Una agonía, como hemos insinuado, de trasfondo cristiano: la de un ser que proviene de una paternidad biológica (padre y madre) a la que el niño que una vez fue vuelve y no se va. En las palabras de Vilas: «Intentaba encontrar en su vida (la de su padre) una explicación de la mía». Su padre, el biológico, continúa siendo lo que fue: un punto ineludible de referencia existencial. Por eso escribe: «Veo lo que no fue hecho para la visibilidad, veo la muerte en extensión y en su fundamentación en la materia, veo la ingravidez total de todas las cosas». Ve, dicho en breve, el mundo del no-ser. En el padre (con minúscula) en cambio, como representación del Padre (con mayúscula) busca lo que ha sido y es, su salvación sobre la tierra. Representación que no existe en la infancia pues el padre es ahí padre y Padre a la vez.
Por eso el padre, en representación del Padre, retorna en cada uno de nosotros. Como el muro que dificulta vivir, en Kafka, o como el camino que lleva a ser, en Vilas, pero en los dos casos, como un fantasma de alguien que ya no está y que a la vez está ahí, en la memoria y en los gestos heredados. Fantasma. Pero viviente.
En verdad —es lo que quiere decirnos Vilas— vivimos rodeados de fantasmas, los que se fueron y a la vez no se han ido. Esos fantasmas son la confirmación de que nosotros también somos fantasmas, pues así como la muerte está en la vida, la vida ha de estar en la muerte. O dicho con la poesía prosaica de Vilas: «El pasado es la vida ya entregada al santo oficio de la oscuridad». De esa oscuridad vienes, de ahí eres, aunque no estés. Oscuridad que se convierte en luz cuando la llamas.
Vivimos de y en el pasado. Somos los permanentes resucitados. «Cuando tu pasado te borra de la faz de la tierra, todo es indignidad. No hay nada». El pasado es la verdad, aunque no exista. «El pasado es tu padre y tu madre. Ellos te inventaron. Vienes del semen y del óvulo. No solo somos la continuación de nuestros padres, somos un punto de desarrollo del ser, de seres en un solo Ser, en el espacio y en el tiempo infinito».
«Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, frase atribuida a Zorrilla en su Don Juan. «Los muertos que ayer murieron viven de la salud de tu cuerpo», parece decirnos la filosofía poética de Manuel Vilas.
En cierto modo, luchan en Vilas, Thanatos y Eros, la vida y la muerte, pero no la vida allí y la muerte acá, sino entrecruzadas, indefinidas la una en la otra para, de pronto, separarse en momentos de entusiasmo erótico o de hundimiento tétrico. Para no caer necesitamos rebelarnos contra la muerte. La vida es una constante insurrección en contra de la tiranía de la muerte. Todo lo que vive quiere vivir. Luchamos permanentemente en contra de la corrosión, sea la de nuestro cuerpo, sea la de nuestra alma. Rechazamos todo los que nos anuncia el final, las visiones, los peligros, incluso los olores.
Los malos olores no existen de modo objetivo, dice Vilas. Solo sentimos nausea ante «lo que exhalaremos cuando nuestros cuerpos caigan en las garras de la descomposición». En cada cuerpo reside una voluntad indómita de ser. Sin embargo, por momentos, la muerte parece triunfar y diabólica empuja a perder el sentido de la gravedad. En las palabras de Vilas «nos gusta el apocalipsis, lo llevamos en la genética». Freud lo sabía. Frente a cada paciente trataba de despertar el deseo por la vida, salvarlo del deseo final, aun sabiendo que vamos a perder. Incorporarnos a la materia que quiere ser y no desaparecer. Luchar hasta el último momento. Ver en cada cuerpo, aun en contra de la medicina establecida, un templo consagrado a la existencia.
El cuerpo «es una construcción espiritual del origen del cosmos», afirma Vilas. Y aun desapareciendo seguimos vivos en medio de las cosas, orgullosamente presentes, aunque nadie nos nombre, en las palabras de los que vienen, en los recuerdos, en las huellas dejadas sobre la arena. Incluso «en un tumor cancerígeno está también la voluntad de la vida que lleva adentro» —apunta Vilas—.
Vamos hacia las tinieblas, somos escandalosamente transitorios, pero la vida de la que somos parte continúa. La muerte vive, los muertos viven o, como dice Heidegger, los muertos son.
«Los muertos son la intemperie del pasado que llega del presente desde un aullido enamorado» testimonia Vivas en tono poético. Por eso su padre cuando murió, no murió. «Mi padre se convirtió en electricidad, y en nube, y en pájaro, y en naranja, y en mandarina, y en sandía, y en autopista, y en tierra, y en agua». La muerte es resurrección. «Mi padre es como una torre llena de cadáveres. Lo siento muchas veces detrás de mí cuando me miro al espejo».
La novela Ordesa de Manuel Vilas puede ser leída como un canto a la vida, pensada filosóficamente desde la perspectiva de «el hombre que va hacia la muerte» (otra vez Heidegger) para convertirse en fantasma de los que resucitarán entre los vivos y los muertos. No es nuestra naturaleza, pero es la naturaleza de la naturaleza.
La naturaleza es la reproducción de la naturaleza. Nosotros, hasta el más grande, hasta el más insignificante, no somos sino fracciones de segundo en el proceso interminable de la reproducción de la vida. Una perspectiva cósmica, pero también microscópica. Cada uno ha de adaptarla a su propia visión, en el lugar que ocupamos en la vida que se nos dio. Esa es la razón por la cual Vilas, después de haber superado una crisis que por poco lo lleva a morir ahogado en el alcohol, decide resucitar a tiempo y colaborar a su modo en el proceso de reproducción de la vida, partiendo de la vida que más tenemos al alcance, la de los padres, la de los padres de los padres, las de los hijos y la de los hijos de los hijos.
No intento decir que Vilas sea un familiarista como tampoco es un nacionalista. Para serlo le faltan ideologías. Pero sí considera que en cada familia y en cada nación hay que mantener el principio de estabilidad para evitar la desintegración del ser social. Esa es una razón que explica por qué el Vilas de sus novelas sea un personaje radicalmente apolítico, como lo fue su padre durante los tiempos de Franco. Sus simpatías por el rey Felipe Vl y Leticia, por ejemplo, no son simpatías a una forma de gobierno sino a un hombre y a una mujer que infunden confianza en un país que de por sí ha sido y es emocional e inestable.
Sin duda Vilas presiente que la realidad para que sea real necesita de soportes, por muy simbólicos que sean. Felipe y Leticia son vistos por él como «una solución solvente y sólida en que todo aquello que podría sustituirlo es incierto». Tiene razón.
Necesitamos sujetos y objetos que permitan afirmarnos frente al deseo de la desintegración que de pronto nos acosa. Del matrimonio, escribe Vilas, que «es la más terrible de las instituciones porque requiere de sacrificio, renuncia, requiere negación del instinto, requiere mentira sobre mentira y en cambio da la paz social y la prosperidad económica». Si no hubiera matrimonios, no habría familias, y sin familias no habría sociedad, y sin sociedad, no habría nación. Ese el significado de las instituciones. Incluso, sin ironizar, afirma: «Si el Real Madrid y el F. C. Barcelona se desvanecieran, España se convertiría en un agujero negro. La gravedad que la sostiene, son dos clubes de fútbol. Son soportes simbólicos de la realidad que habitamos».
Y la institución originaria, para cada uno, es la de los padres, sobre todo la del padre cuando en contra de la Nada actúa en representación del Todo.
No hay nada interesante ni espectacular en esa persona que fue su padre. Un hombre de clase media baja, de escasos ingresos, bien parecido, cumplidor, trabajador, uno de tantos seres dignos que pasan por este mundo cumpliendo sus deberes con dedicación, manteniendo una familia, repartiendo alegrías cuando se puede y, sobre todo, protegiendo a sus hijos. Pero, visto desde la infancia de Vilas, ese padre (con minúscula) es el representante del Padre de todos los Padres y padres de la historia universal.
Sobre ese padre y ese Padre de Manuel Vilas escribiré, si Dios quiere, en mi próximo artículo.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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