Yo solo pasaba por ahí, por Omar Pineda
Exacto, como usted lo ha dicho. Un ruido atronador y metálico me paralizó en un instante y resonó antes de que me lanzara a correr. Es que yo había salido temprano de casa al liceo virando a los lados del bloque, para confirmar si había alguien con quien hacer la caminata -¿900 metros?- hasta la avenida San Martín y luego La Morán. Caminar hablando pendejadas, que en mi caso es como una afición que suelo disfrutar.
Recuerdo que eran la 1:26 de la tarde, porque había consultado el reloj Mulco que mi hermano dejó en su closet antes de alistarse a la Academia Militar. Tengo tiempo para las clases de Química, Castellano y Matemática, me dije. Al no ver a nadie tomé la calle que desciende por la segunda avenida, donde suben los autobuses amarillos y observé en la acera derecha que unos sujetos, dentro de una camioneta azul, le estaban dando duro a la marihuana, mientras la radio repetía “mi alma guajira… guajira soul”, y quienes ya parecían estar drogados se reían solos como bobos o imitaban torpemente el coro de Ray Barreto.
De pronto, me sacudió el fogonazo y, como ya le he apuntado, quedé petrificado, creo que por dos segundos, e impulsado por el miedo arranqué a correr sin mirar atrás. Lo bizarro es que tras el estrépito sobrevino un extraño silencio hasta que al cruzar la calle y cambiar de acera llegaron los gritos desesperados desde la camioneta. “¡Pajúo… me diste!», dijo alguien. «¡Pana, fue sin querer… solo quería mostrarte el yerro… no sabía que estaba cargado!», gimoteó el otro.
Y es así como yo tomo quizás la decisión más equivocada de mis 14 años: abortar la huida e instintivamente desandar los pasos para socorrer al herido. Eran cinco tipos, y a duras penas logré identificar a Cachalote, y eso porque sacó la cabeza por la ventana y me ordenó llamar una ambulancia, petición absurda porque para eso habría que ir a una caseta de teléfonos y ¿llamar a cuál número? Pero le dije que sí y aproveché para observar cómo se retorcía de dolor un mulato, cuyo brazo con una horrible cicatriz de quemada sostenía la herida cerca de las costillas.
El tipo se quedó viéndome con gesto de angustia, como tratando de adivinar en mi expresión cuán grave podía ser la herida. Pero yo, sobrecogido por el estupor, me esforcé en obsequiarle una sonrisa hasta que otro de los que se movían torpemente en la camioneta trató de taponarle la herida y me gritó lo mismo que Cachalote: ¡busca una ambulancia, chamo!
Debo advertir que cuando ocurren estas cosas no pasa un carro ni por casualidad, ni se aparece alguien dispuesto a ayudar. Al contrario, Cachalote (en realidad su nombre era Miguel Blanco) salió alterado del coche. A los negros –no lo digo por prejuicio racial- cuando se fuman un porro se les enrojecen los ojos como si les fueran a estallar, con un brillo similar al que otorgan las lágrimas o el de los dragones de los dibujos animados. Cachalote me volvió a gritar: marico, busca una ambulancia.
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El caos que bullía en la camioneta hizo que los minutos corrieran de manera desenfrenada, y cuando nadie sabía qué hacer con el herido, en vez de encender la camioneta y llevarlo al hospital dejaron pasar el tiempo, y fue así como quedaron –quedamos- atrapados ante la unidad policial. ¿Qué coño pasa aquí?, soltó uno de los tres agentes que apuntaban como dispuestos a dispararnos.
Cachalote les contó que alguien pasó en una moto y les disparó al amigo. Pero es obvio que los policías no estaban para tragarse semejante mentira, explicado por alguien que se tambaleaba, le brillaban los ojos, la voz le salía pastosa y las palabras flotaban a ralentí. Yo, creyendo que estaba en clase de química -que en minutos estaría por comenzar- levanté la mano para advertir que solo pasaba por ahí, y luego les rogué que me urgía irme a clases, para lo cual mostré como prueba mi corbata verde que identificaba a los alumnos del liceo Luis Razetti.
Pero un policía gordo, además pesado en los modales como jefe, ordenó que nadie se moviera. Le dijo al conductor de la patrulla que llamara una ambulancia y a la central de Cotiza que trajera más refuerzos; y mirándome con ojos de fuego me alertó que no me moviera. “Este chamo nos va aclarar qué carajo pasó aquí”, dijo haciéndose pasar por un Sherlock Holmes. Hablaba con un enojo y fastidio que se trasladó a su mirada. “Van saliendo con las manos en alto”, ordenó seguidamente, y yo quise preguntar ¿qué hacemos con el herido?, pero ustedes entenderán que ya eran demasiadas emociones juntas para un liceísta que estaba a punto de perder las clases.
Pasemos rápidamente a la parte en la que llegaron los refuerzos, primero que la ambulancia. Que el mulato fue finalmente trasladado al hospital Pérez Carreño donde murió un día después, y que todos fuimos a parar al cuartel de la Policía Metropolitana en Cotiza, y que un comisario de apellido Duque ordenó que me trasladaran a su oficina y tras, varios minutos de espera, se apareció en el momento en que yo me preguntaba cómo hallar el modo de escapar de esa pesadilla y explicárselo a papá.
“Okey, me vas a contar exactamente qué fue lo que pasó en esa camioneta, y qué carajo hacías tú, muchacho, con unos tipos que se estaban drogando y uno de ellos le disparó al otro”. Lo dijo no más al entrar a la oficina ahorrándome lo que, a su parecer, había ocurrido en ese lugar dónde yo no debía estar.
Entonces yo que no sabía cómo empezar un testimonio policial sin convertirme en delator cerré los ojos para que no viera mis lágrimas de adolescente asustado y le dije “Exacto, como usted lo ha dicho, señor comisario, un ruido atronador y metálico que me paralizó resonó antes de que me lanzara a correr. Yo había salido temprano de casa al liceo viendo hacia los pasillos del bloque tres, para verificar si había alguien con quien hacer el trayecto hasta el liceo y hablar pendejadas cuando, de pronto, me estremeció el fogonazo y, como ya le he apuntado, quedé petrificado creo que por dos segundos, e impulsado por el miedo arranqué a correr. Lo extraño es, señor comisario, que tras el estrépito sobrevino, para mi asombro, un silencio hasta que al cruzar la calle y cambiar de acera llegaron los gritos desde la camioneta”.
El comisario me interrumpió, hizo un gesto autoritario con el dedo en la boca y me escrutó largamente, hasta que aplastó el cigarro en el cenicero y dijo “esos tipos acababan de atracar una carnicería… solo quiero saber por qué a uno de ellos le dieron un tiro”. Entonces yo, vulnerable y con temor de llegar tarde a casa, actué como el héroe inmerecido y miserable que escapa del combate y me aferré a mi verdad: señor comisario, ya se lo he dicho: yo solo pasaba por ahí.
Cinco días después me enteré que el fallecido había querido «tumbar» a sus panas parte del botín obtenido en el atraco a la carnicería y que el italiano había permanecido inconsciente en el maletero del auto. Pero ya nada se podía hacer. Mi declaración no sería modificada.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
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