Detener la tragedia, por Gregorio Salazar
Autor: Gregorio Salazar | @goyosalazar
El tablero electoral venezolano, cuyas reglas ha venido deformando a su antojo el chavismo a lo largo de casi veinte años, era ya lo suficientemente siniestro como para que las “concesiones” que estaba dispuesto a dar el oficialismo tras el diálogo en República Dominicana revirtieran las condiciones de parcialidad, abusos de poder y ventajismo a las que ha tenido que enfrentarse la oposición cada vez con menor margen de maniobra.
La apabullante derrota electoral del oficialismo en las elecciones del 6D de 2015 terminó de cancelar una etapa de dos décadas en la vida política e institucional del país, durante la cual era posible, a pesar de las garantías menguadas, que la voluntad soberana del pueblo venezolano pudiera expresarse y ser reconocida al menos por el CNE, no así del todo por la cúpula autoritaria.
De esto último hay pruebas abundantes y fehacientes: la repetición de un referéndum para reformar la constitución violando la propia Constitución vigente; el vaciamiento absoluto de la Alcaldía Metropolitana después de la victoria de Antonio Ledezma; la designación de gobiernos paralelos en aquellas entidades federales ganadas por la oposición; la postergación o adelantamiento de lapsos a conveniencia del partido de gobierno, entre otras arbitrariedades hasta desembocar en el abierto desmadre vivido durante el 2016 con la criminalización de diputados legalmente electos y proclamados y a la larga de la propia Asamblea Nacional, el bloqueo del referéndum revocatorio, la elección con bases viciadas de una constituyente, entre otras menudencias.
Un acuerdo en el que la oposición hubiera podido revertir todas las obscenas irregularidades que se cometen en el campo electoral tendría dimensiones enciclopédicas en un país donde la oposición está excluida de los medios públicos y casi que de los privados, el candidato oficialista a la reelección se financia con los recursos del Estado y llega hasta a colocar su imagen en las cajas de comida que reparte selectivamente, los partidos son invalidados tras exigirle el cumplimiento de normas no contempladas en la ley, se inhabilitan candidatos, se intimida y se presiona a los empleados públicos y otra larga retahíla de abusos inconcebibles en cualquier país democrático.
Si a pesar de ese cuadro y esos antecedentes la oposición perseveró en la vía electoral, pacífica y democrática y se presentó a los comicios corriendo todos los riesgos fue por su convicción de que no debía dejarle el campo abierto a la pretensión totalitaria del chavismo para que entonces terminara de copar todos los espacios de poder y llevara su labor devastadora a todos los órdenes de la sociedad venezolana.
Por supuesto también privaba en esa apuesta la evidencia de que el pueblo opositor es una amplísima mayoría que rechaza y condena la destrucción del país desde sus cimientos y las condiciones miserables de vida a las que ha sido reducido. Una acción unitaria podría arrollar las desventajas y conducir a una victoria electoral, como en efecto ocurrió el 6D.
Justamente por ello es que la creciente desaparición de garantías electorales marcha en dirección directamente proporcional la condena y al repudio hacia la cúpula que se ha adueñado del poder y que pretende perpetuarse atribuyéndose una legitimidad exclusiva, absurdo cuyo origen obviamente no puede explicar.
Ahora, traspasa atropelladamente otros umbrales pretendiendo arrebatar en un solo día lo que considera un botín al que solo el chavismo tendría derecho: la jefatura del Estado, los concejos municipales y legislativos.
La vía de la abstención escogida por la mayoría de los partidos de oposición no es precisamente la más fácil ni la más cómoda. Es, en verdad, la más exigente, la que requerirá de mayor esfuerzo y laboriosidad para construir e impulsar, en primer lugar, un frente de lucha amplio, plural y unitario que con la ayuda del concierto internacional detenga la inmensa tragedia de un país que hoy se deshace en las manos de sus verdugos.
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