1950-1960, por Américo Martín
Twitter: @AmericoMartin
En 1950 culmino mis estudios de educación primaria. En septiembre de ese mismo año entraré al Liceo Andrés Bello, cuyo prestigio toca el cielo. Está a la altura y aún supera a los mejores planteles privados, en su mayoría religiosos: La Salle, San Ignacio, San José de Tarbes, el Colegio Alemán (más tarde Humboldt). La educación en institutos educativos oficiales era entonces excelente. Brillaban también el Fermín Toro, el Luis Ezpelosin, el de Aplicación y la estupenda Normal Miguel Antonio Caro, fuente de buenos maestros y de muy importantes líderes políticos y educacionales.
Era una educación de mucha calidad, democrática, civilista y participativa, que había sido fuertemente impulsada por los gobiernos de Medina y Betancourt. El presidente Medina concibió las Repúblicas Escolares y el de Betancourt las masificó.
El Liceo Andrés Bello era un punto luminoso en mi modesto barrio. El Colegio Los Caobos, el Santa Rosa de Lima, donde mi madre ha puesto a estudiar a la “Nena”, el Liceo Andrés Bello y la Escuela Experimental de Venezuela eran cuatro destacados centros de enseñanza ubicados en El Conde.
Pero todavía curso el primer año. Soy un “labista” de nuevo cuño. Encuentro a un “paisano” de la comunidad de El Conde, a quien conozco casi por referencias desde la infancia. En el liceo lo veo de nuevo. Estudia en la sección “A”. Nace entre nosotros una buena amistad que se solidificará andando el tiempo. Es Rómulo Henríquez.
Tiene fama de político, al igual que Alfredo Maneiro, mi antiguo y efímero condiscípulo margariteño del Colegio Los Caobos.
En el colegio no se hablaba de política; en el liceo, mucho. El coronel Carlos Delgado Chalbaud era el presidente de la Junta Militar que depuso a Gallegos.
Los adecos y los comunistas eran los más aguerridos contra los militares golpistas. Copei y URD conservaban estatus legal. Eso por cierto no les impedía ejercer la crítica contra el régimen militar.
Se organiza la plancha “Libre”. Maneiro es el candidato de los partidos ilegales, y aunque como ya he dicho era adeco de “respiración”, sufragué por el PAL, la plancha socialcristiana. Todo inducido por una compañera de sección que en medio de requiebros me arranca el voto. Al final para nada, porque la muchacha cargaba un novio y no tenía la intención de cambiarlo.
Lucho –mi padre– ha construido una amplia quinta en Altamira con un enorme jardín de grama natural a su lado. Ha puesto demasiado en esa obra, dirigida y supervisada en sus detalles por él. Pero no tiene mentalidad capitalista. Sólo aspira a repartir las casas a cada hijo, como ha prometido. Mientras tanto, lo indispensable para viajar con María. Lo demás, sobra y molesta. Su futuro se abre frente a sus ojos y guarda un milagroso parecido con el aventurero errar por el mundo que trajo a Venezuela la familia trashumante comandada por su padre, mi abuelo, el pater familiæ. Viajar y viajar hasta que el cuerpo aguante. Así eran los vikingos. Así era Lucho.
Me duele confesar que, llevado por la pasión revolucionaria, cometí el abuso inmerecido de convocar varias reuniones políticas no exentas de peligro en nuestra casa de Los Lagos. ¡Exponer a un hombre en cierto modo inocente como Lucho a una represalia inesperada, me asalta como un amargo recuerdo del ciego frenesí revolucionario que me embargaba!
Una de las reuniones fue particularmente delicada: el secretariado ampliado del MIR que en 1964 decidirá formalmente mover el partido a la guerra, se celebró en ese lugar. Mi padre, con su irrenunciable alma de anfitrión, nos hizo llegar unas cajas de cerveza fría. Solidario con su hijo, otra vez metido en la clandestinidad, construyó una cueva secreta en una parte baja de la ladera de la casa, al lado de donde había ubicado su extraño taller de trabajo. Pero nadie descubriría el refugio. Estaba mágicamente escondido en una habitación para huéspedes. Si se encendía una luz conectada con un switche arriba en la sala de la casa principal, yo me metía en mi cueva y allí ni el más hábil de los perseguidores podría haberme encontrado. Un señor que trabajaba para mi padre, hombre fornido como pocos, me dijo una vez:
–Las cosas que el señor Martín hace son bien difíciles de desarmar.
¿Qué más puedo decir de ese personaje nada común, tan afectuoso con su familia y amigos y sobre todo tan responsable? Puedo agregar algo con la ayuda del poeta, pintor y narrador Francisco Massiani. El hombre era mago. Mago de trucos, por supuesto, aunque a veces podía uno preguntarse si lo eran de veras. En la tropilla dirigida por el pater familiæ en la ruta de Chile a Cumaná, predominaba un toque histriónico. Representaron obras teatrales o se retrataron como si lo hubieran hecho.
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El mago Lucho hacía con las manos pases “magnéticos” que maravillaban hasta a los más escépticos. Ponía una caja de fósforos en el suelo y concentrando en ella la mirada movía misteriosamente las manos. Sin haberla tocado físicamente la caja se desplazaba ante el asombro colectivo.
–Fuerza de voluntad, fuerza de voluntad repetía con grave voz, mientras el objeto se animaba.
Los presentes pasaban la mano para ver si había algún hilo minúsculo o si estaba moviendo el suelo, pero era inútil: no había conexión física entre el mago y la caja y en cuanto a mover el suelo, ni siquiera provocando un temblor de tierra.
Muchos años después, entre conversaciones sobre barcos, viajes, poesía, pintura, Piedra de Mar y tangencialmente la inefable política, Pancho y yo caemos en el tema de Lucho, a quien conoció cuando su padre Felipe Massiani y él viajaron con los míos en el barco inglés Reina del Pacífico. De Chile a Venezuela. Había caído Pérez Jiménez, mis padres deseaban abrazarme en libertad y Felipe y Pancho anhelaban regresar a respirar la democracia recuperada. Pancho recuerda las artes mágicas de Lucho. Las había presenciado durante la travesía, y me habla de sus frustrados intentos por descubrir el truco, si en realidad se tratara de trucos.
–Movía con el pensamiento los objetos, me explica Pancho todavía intrigado, yo lo vi con mis propios ojos estando en el barco, in situ, hace más de cincuenta años.
-Después me encerraba en mi camarote para tratar de repetir aquello. Le daba, le daba, la cabeza comenzó a dolerme, y nada. ¡Nunca se supo cómo hacía eso!
Es cierto, nunca se supo y ahora, perdidos los detalles en el tiempo, menos se sabrá.
Américo Martín es abogado y escritor.
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