A la maestra con cariño: historia de un colegio y su progenitora, por Javier Conde
Una gringa, enamorada de Venezuela a la primera mirada, construyó durante medio siglo una singular obra educativa. Elizabeth Connell Burke, nacida en New Jersey, nacionalizada en Caracas, murió hace unos días en Costa Rica. Una mujer tenaz que desde un garaje levantó un colegio de mil alumnos –el Simón Bolívar– con una idea obsesiva: formar individuos íntegros, reflexivos, creativos y felices en un ambiente multicultural.
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La gente que hace país se suele ir de este mundo sin hacer ruido. Elizabeth Connell Burke tenía 88 años y medio cuando sufrió un ataque cardíaco. «Se fue tranquila, sin tubos ni cuidados médicos», dice su hija Alexandra. Tenía 88 años y medio, había nacido el 5 de diciembre de 1935, e iba al gimnasio para mantener la tonicidad de su cuerpo y la mente activa. Desde la pandemia solo acudía a la Connell Academy, su nuevo proyecto en el país centroamericano, para leerle cuentos como una abuelita a los alumnos más pequeños. «Le fascinaba la lectura, también la música, los idiomas y la playa», recuerda la hija. «Nunca levantaba la voz, aún para proferir un regaño», dijo el padre Pepe en su funeral. Sus cenizas ya están en Caracas, su casa –su vida– desde principios de los años sesenta del siglo pasado.
Séptima de nueve hermanos, Elizabeth Connell fue la aventurera de una familia de estirpe irlandesa establecida entre Jersey City y Sea Girt, un pequeño poblado de la costa de New Jersey. «Yo sabía que Betty –como la llamaban– iba a hacer una cosa loca, como casarse con un extranjero», profetizó acertadamente un familiar. Mientras estudiaba Letras en Columbia University conoció a Ronald De Souza, un inmigrante de ancestros portugueses, de Madeira, e italianos, de Nápoles, nacido en Trinidad y que había concluido sus estudios de bachillerato en Estados Unidos, se hizo ciudadano americano, se alistó en el ejército que lo destinó a Alemania y después, de regreso, conquistó a nuestra protagonista charlando de literatura y preparándole unos sándwiches que a ella le encantaban.
Nunca concluyeron sus estudios porque en diciembre de 1960 se casaron y decidieron viajar a Venezuela a conocer a la familia De Souza, ya residenciada en el país. Antes de Columbia, Elizabeth Connell se había formado en lo que entonces solían formarse las mujeres: mecanografía y secretariado, para ser asistente en alguna oficina pública o privada. Poca cosa para su genio inquieto. Se produjo entonces el segundo flechazo: quizás fue el verde del Ávila, ese azul inmenso del valle caraqueño o, con más seguridad, el aire desenvuelto y los matices de sus gentes, venidas muchas de otras partes, como ella, que la hizo –los hizo– afincarse en el país.
De Souza, que aún vive, hablaba muy bien inglés y español, algo también de portugués y francés. Así que dio clases de idiomas y fue un interprete muy apreciado en canales de televisión en las transmisiones de los viajes del programa espacial Apolo y del miss Universo. Una de sus tantas alumnas, María Cristina Angelino de Blanco, perfeccionó el inglés con su guía en el Centro Venezolano Americano (CVA) para poder atender una beca que se había ganado para cursar estudios de especialización en endocrinología en Estados Unidos. «Conocí y traté a los padres y hermanas de Elizabeth en Estados Unidos y a mi regreso nos hicimos muy amigas, de idas a la playa, de compartir con los hijos. Fue una guerrera toda su vida», dice Angelino de Blanco.
Establecida en Caracas, Connell Burke trabajó para la embajada de Canadá y comenzó a dar clases particulares de inglés. Luego en colegios: El Peñón, Emil Friedman, La Concepción, Colegio Americano, Teresiano. En septiembre de 1972 alumbró la idea de abrir un kinder. Alquiló el garaje de la casa de un amigo, en la calle Paso Real de Prados del Este, y empezó a dar clases en tres idiomas, español, inglés y francés, además de música. «No tenía un plan de hacer un colegio de las dimensiones que tiene hoy, la demanda fue la que impulsó el crecimiento», precisa su hija, entonces de once años. Y bautizó su iniciativa como Centro Integral Simón Bolívar.
Integral no, pero sí
Mientras criaba a sus hijos – Ronald, periodista, ya fallecido; Alexandra, John Edward (Juan), y María Christina, una niña que adoptó a los tres días de nacida– y echaba a andar su colegio, Elizabeth Connell dio con Sir Robert Ker Porter, un escocés, que en 1825 fue nombrado como el primer diplomático del Reino Unido en Caracas. Retratista, autor y viajero, Ker Porter escribió un diario de su larga estancia en el país, que la Fundación Polar editó en español en 1997 (Diario de un diplomático británico en Venezuela: 1825-1842). Como lectora de historia y de biografías, también de temas de educación, la creadora del colegio Simón Bolívar además de recrearse en el minucioso relato vivencial de Ker Porter sobre aquella época tenebrosa de la formación de la República, se volvió apasionada de la figura del Libertador y por eso no tuvo ninguna duda del nombre de su iniciativa educacional.
Muy pronto, el ministerio de Educación le hizo saber que no podía llamarse Centro, sino Colegio, y, poco después, que sobraba la etiqueta de integral. Nada que la desanimara porque su Colegio Simón Bolívar sería en la práctica diaria, que era lo importante, integral.
Del kínder con poquísimos alumnos, Connell Burke y su familia compraron una casa en Alto Prado, cuya amplia planta baja, más el garaje, adaptaron para disponer de dos salones: uno de pre kinder y otro de kínder. «Ella se dio cuenta que había demanda para un colegio de formación bilingüe, en simultáneo con el aprendizaje del español», cuenta Alexandra de Sousa.
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La adaptación de la casa familiar se quedó pequeña en unos años, y Connell compró entonces un terreno zonificado para uso educativo en la calle Serpentina de Prados del Este. El diseño de la edificación estuvo a cargo del arquitecto Carlos Kübler, que concibió ambientes amables para los niños. La construcción sorteó varias dificultades: el acceso al respectivo crédito, estafas y protestas vecinales por la instalación de un colegio en una zona residencial. Todas fueron vencidas y hoy la sede de lo que es el Colegio Simón Bolívar I continúa en el mismo lugar y atiende a una población infantil de primer a tercer grado.
Cuando avanzan a cuarto grado, los alumnos siguen sus cursos en el Simón Bolívar II en Manzanares, en otro terreno de zonificación educacional donde se concluye la primaria y se inicia y completa la formación secundaria. Los más chicos, los de educación inicial, comienzan en una tercera sede –el Preescolar Simón Bolívar– también en Prados del Este. En total, el colegio que Connell Burke levantó atiende a cerca de mil alumnos que si hacen todo el ciclo educativo saldrán con una formación integral y dominando, al menos, dos idiomas: español e inglés y una amplitud cultural que los capacita para navegar en un mundo sin fronteras. El colegio sigue impartiendo clases de francés.
El Simón Bolívar tiene varios sellos que lo identifican: en primer lugar, la existencia desde su fundación de un doble pensum. «Los alumnos aprenden inglés estudiando varias materias en ese idioma, al igual que lo hacen en castellano con el pensum en vigor». Siempre están hablando; en segundo lugar, se vive de manera cotidiana un ambiente multicultural, que combina también expresiones artísticas y actividad deportiva; en tercer lugar, la existencia de la Fundación Comité de Acción Social, al que contribuyen todas las familias del colegio para ayudar a personas de bajos recursos con necesidades de educación, salud y alimentación.
Alexandra de Souza –responsable del programa de inglés de la institución educativa– recuerda a su madre, mientras se construía la primera sede del colegio en Prados del este, tomando de la mano a los hijos del guachimán de la quinta del frente para llevarlos a su colegio. «Desde hoy aquí están sus aulas», le dijo a los padres que no habían escolarizado a sus pequeños.
La preocupación social de Connell Burke se extendió a centros educativos en Margarita y Mérida. «Estaba agradecida a este país, se declaraba venezolana –aún con su acento estadounidense– y cada vez se hizo más sensible a sus necesidades», explica su hija.
Tenaz, terca, indoblegable, los amigos de Elizabeth Connell la llamaban, con cariño socarrón, Margaret Thatcher. Alexandra, que a diferencia de su madre era una niña tímida, tiene grabado en su memoria una frase de su mamá: «Never take No for an answer» (Nunca aceptes un no por respuesta). Su amiga María Cristina Angelino de Blanco fue testigo de los sacrificios que hizo Connell Burke, de las maniobras que venció y de la fortaleza que tuvo para levantar el Colegio y ver crecer a sus hijos profesionales. Ella, profesora en la UCV, fue la tutora de la tesis de grado de Connell Burke con lo cual obtuvo su título de educadora mención orientación en la Universidad Simón Rodríguez. «Tuvo tiempo para todo, fue una luchadora», remata.
Hace doce años nuestra protagonista abrió la Connell Academy en San José de Costa Rica, siguiendo la filosofía aplicada con éxito en Caracas. La acompañaban sus hijos Juan, esposa e hijos, y María Christina, con la cual vivía, junto con dos perros, un gato y un pájaro. Una mujer especial hasta el último aliento.
PD: Mis hijos mayores, Manuel y Rocío, cursaron desde preescolar hasta bachillerato en el Simón Bolívar. Varias de sus amistades siguen siendo parte de aquellos compañeros de clase. Cuando el paro petrolero de 2002-2003, inicio de los tiempos de recortes de puestos y sueldos en la prensa, Elizabeth Connell becó por un año a uno de mis hijos para ayudar a la carga familiar. Nunca fue necesario contratar un curso extra de inglés ni tampoco un propedéutico para obtener con solvencia un cupo universitario en la Simón Bolívar o en la UCAB. Ambos, Manuel y Rocío, afirman que haber estudiado allí quizás haya sido la mejor decisión que tomaron sus padres (en particular su mamá).
Fue publicado originalmente en lagranaldea.com
Javier Conde es periodista hispano venezolano
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