Apátridas, por Humberto Villasmil Prieto
Twitter: @hvmcbo57
Ay, Nicaragua, Nicaragüita,
recibe como prenda de amor
este ramo de siemprevivas y jilinjoches
que hoy florecen para vos.
Carlos Mejía Godoy.
El pasado 15 de febrero la prensa internacional daba cuenta de que el régimen de Daniel Ortega Saavedra había despojado de la nacionalidad nicaragüense a 94 connacionales, entre ellos, Sergio Ramírez Mercado, Gioconda María Belli Pereira, Carlos Fernando Chamorro Barrios, el Obispo Silvio José Báez Ortega, la dirigente feminista Sofía Montenegro y Doña Vilma Núñez Ruiz, presidenta del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CIDH). Todos ellos, junto con otros 222 presos políticos «liberados» poco antes y puestos en un avión que los dirigió a la ciudad de Washington, resultaron privados de su nacionalidad nicaragüense, acusados de traición a la patria, declarados prófugos de la justicia, además de confiscados sus bienes.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, dispuso en su artículo 15 que: «1. Toda persona tiene derecho a una nacionalidad. 2. A nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad». La Convención sobre el Estatuto de los Apátridas de las Naciones Unidas del 28 de septiembre de 1954, por su parte, dispuso en su artículo 1º. que: «A los efectos de la presente Convención, el término»apátrida» designará a toda persona que no sea considerada como nacional suyo por ningún Estado, conforme a su legislación».
Desconocida la nacionalidad de todos y cada uno, los mencionados son simple y llanamente apátridas por decisión de un régimen que simboliza del modo más trágico los estertores de una revolución que contó con el respaldo del mundo entero y de los países de la América Latina, particularmente, comenzando precisa y destacadamente por Venezuela.
Hace ahora 20 años, Ernesto Cardenal publicaba su libro de memorias (La Revolución Perdida, Ediciones Centroamericanas Anama, 2003) y ya desde entonces se expresaba en estos términos: «De pronto Nicaragua fue un país abierto al mundo. Y el cariño mundial se volcó sobre Nicaragua. Como en la casa se quiere más a la niña más chiquita; la revolución favorita del mundo fue la de Nicaragua, que estaba recién nacida. Ninguna otra ha recibido tanta solidaridad del mundo –tanta ternura, según la frase afortunada de Gioconda Belli, de que la solidaridad es la ternura de los pueblos. Hay muchos todavía en el mundo apasionados por la revolución de Nicaragua, cuando en Nicaragua ya no hay ninguna revolución» (pág. 353).
Para dimensionar la manera como Venezuela y su gobierno se involucraron en aquella gesta que fue la Revolución Sandinista baste apenas citar ese mismo libro: narra el padre Cardenal lo acontecido después de la «Operación Chanchera» del 22 de agosto de 1978, cuando un comando guerrillero sandinista ocupó el Palacio Nacional de Managua y tomó más de 3 mil rehenes. Culminada la operación que fuese dirigida por Hugo Torres Jiménez, el comandante Cero, Edén Pastora y una jovencísima Dora María Téllez, cuya nacionalidad nicaragüense acaba de serle desconocida igualmente, estos últimos debían viajar a Venezuela donde el presidente Carlos Andrés Pérez los estaría esperando.
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El General Omar Torrijos Herrera había dispuesto el envío de un avión que llevó a algunos de los presos liberados a la Ciudad de Panamá. Otra aeronave partía hacia México con algunos fallecidos y otros presos puestos en libertad. Continúa Cardenal contando que al aterrizar en Panamá los guerrilleros y los presos liberados se lanzaron a tierra y no hubo poder del mundo que a ninguno lo hicieran encerrarse otra vez en un avión. En Venezuela el presidente Pérez esperaba en el aeropuerto a su cuota de ex-prisioneros y tuvo la frustración de que al tocar tierra el Hércules de la Fuerza Aérea Venezolana que había enviado llegó vacío.
Pero –prosigue– «[h]había que desagraviarle, fue lo que se convino. Y el desagravio sería que Edén y Dora María le llevaran como trofeo de guerra la bandera de Nicaragua que presidía el salón del Congreso Nacional, y que al momento de partir, Edén arrancó de la pared diciendo que era una profanación que estuviera allí y que volvería a ser puesta cuando Nicaragua fuera libre». Concluye el Padre Cardenal narrando que, al llegar a Venezuela, Pastora dijo: «Señor presidente le traigo como trofeo de guerra esta bandera que estaba en el Congreso de Nicaragua para que por su medio sea entregada al pueblo de Venezuela hasta que se regrese cuando Nicaragua sea libre (…). La bandera la llevó de regreso Carlos Andrés Pérez la primera vez que vistió Nicaragua Libre, y volvió a ser puesta en el lugar adonde había estado, en el Salón Azul» (La Revolución Perdida, págs. 123, 124 y 125).
Lo que Cardenal presagiaba y denunciaba en sus memorias hace más de 20 años, ha terminado por tomar derroteros absolutamente inimaginables. Que lo acontecido haya sido obra de un régimen que todavía algunos denominan como de izquierda, dice de la trampa de una bipolaridad ideológica que oculta que el verdadero desafío de estos tiempos, más que entre izquierdas y derechas, es hoy más que nunca entre autoritarismo y libertad.
Aquel joven corresponsal de la Guerra Civil Española que fue George Orwell lo había escrito con admirable anticipación por lo que vendría después: «La verdadera división no es la que hay entre conservadores y revolucionarios, sino entre autoritarios y libertarios». En medio de esta postmodernidad que resultó profundamente reaccionaria, se justificaría con creces repetir aquello que dijera Bertolt Brecht tan premonitoriamente: «¡Qué tiempos serán los que vivimos, que hay que explicar lo obvio!».
Don Sergio Ramírez Mercado escribía hace muy poco: «Las pretensiones de verdad absoluta son hoy más peligrosas que nunca, bajo la avalancha del populismo, la demagogia, la mentira sistemática, las mentiras virtuales, las verdades alternativas. El fanatismo y el sectarismo, la estulticia, dueños de las redes sociales. El manicomio de la postmodernidad. Y en América Latina, atraso, caudillismo, intolerancia, falso socialismo, trumpismo, la ignorancia entronizada. El asalto a la razón. La polarización azuzada. Los extremos que se juntan, y copulan. Y las ínfulas retóricas de las viejas revoluciones armadas, dueñas que fueron de la verdad absoluta, aun vagando como fantasmas sin quietud. Y cuando hablo de revoluciones, respiro por la herida. La herencia de toda la sangre derramada en la revolución sandinista, impulsada por el gobierno justo de los pobres tras el destierro para siempre de los opresores, es otra dictadura tan feroz como la que derrocamos entonces» (La Herida que Respira, edición de El País de Madrid del 31 de enero de 2023).
La lógica a saltos de la postmodernidad se pone de perfil dependiendo del domicilio ideológico de que se trate; tiempo este que está desbaratando lo más prístino que surgió del fin de la Segunda Guerra Mundial como fue la idea de los derechos humanos que pierden todo prestigio cuando se trata de los míos y no de los derechos humanos de los otros.
Una postmodernidad del «pensamiento único» –que terminó siendo premoderna como le escuché decir a Emeterio Gómez– que inventó la perversión de lo «políticamente correcto» y un «neolenguaje» que lanzando sin pausa términos y palabras grandilocuentes vacían de todo contenido su sentido. Vivimos tiempos «orwelianos», me permití decir otras veces, y los sanedrines de la moralidad y del «progresismo» están prestos a repartir certificados de buena conducta por todas partes.
Los silencios de varios gobiernos y personalidades de la región latinoamericana sobre la tragedia que vive esa tierra de poetas que es Nicaragua –la condena sin ambages del presidente Gabriel Boric de Chile es una honrosísima excepción– más que entristecer confirma la tragedia de este tiempo aciago.
Humberto Villasmil Prieto es Abogado laboralista venezolano, profesor de la Facultad de Derecho de la UCV, profesor de la UCAB. Miembro de número de la Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Soc.
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