Bullying light, por Pablo M. Peñaranda H.

Twitter: @ppenarandah
En mis actividades de militante conocí y fraternicé en múltiples agrupaciones: sindicatos, asociaciones, colegios profesionales y fui amigo de organizaciones no muy públicas. En cada una de ellas han participado personas de distintos niveles educativos y de distintas ramas de la producción, pero el lugar común es siempre una extraordinaria fraternidad, inevitable por los riesgos políticos y las tareas que se realizan, particularmente entre quienes son mas aguerridos.
En todas esas organizaciones, sin excepción, son comunes los sobrenombres, apodos que corresponden a una conducta determinada, a un momento vivido y más de las veces a la figura o a las señas particulares de cada quien. Con el apodo siempre se altera el nombre y en algunos casos se llega a perder el apellido.
En la historia de las montoneras venezolanas nunca se supo el nombre del «mocho» Hernández y posiblemente tampoco existe interés en el apellido del «conejo« Juan Antonio; en todo caso, el entramado social venezolano está cruzado con nominaciones que son, si se quiere, un bullying light.
Los seudónimos —que son hijos cariñosos de los apodos, en tanto es una elección de quienes lo llevan— a veces hacen desaparecer totalmente el nombre original.
El hermoso libro El jardín de las dudas de Fernando Savater escrito con base en las cartas de Francois Marie Arouet, se publicita como un libro centrado en la vida de Voltaire porque todos conocemos el seudónimo y no el nombre.
En el mundo criollo estos seudónimos tienen giros humorísticos, como el caso de un compañero, quien en medio de las medidas clandestinas, tomó como seudónimo el nombre de Boulton, pretendiendo con esto confundir a la policía política en tanto que su fenotipo era imposible de ser identificado con aquel apellido. Pero este inteligente y sesudo amigo no tomó en cuenta el afecto permanente en que viven los venezolanos, donde todos en el mundo clandestino lo llamaban el «negro Boulton».
Para esa época participaba en un comité político cuya expresión pública era una Oficina de Orientación Laboral, por ello, en un 1° de mayo, asumimos la tarea de llevar a cabo una campaña de publicaciones para todo el territorio nacional. 85.000 ejemplares con textos que justificaban las luchas por mejorar las condiciones materiales de vida de los trabajadores y cuyo objetivo central era: estimular los combates por el aumento de los salarios.
Los dibujos eran del pintor Claudio Cedeño y textos escritos por mí, pero corregidos en una reunión luminosa, la cual recuerdo con tanto agrado como una fecha de graduación o algo parecido.
La cuestión es que en Venezuela todo marcha, a veces, con cierto caos tropical. De manera que el encargado de la imprenta, un día antes de lo acordado, me informó que a partir de las cuatro de la tarde teníamos que sacar esas ediciones con urgencia y remató con la frase cortante: No quiero rollo con la policía.
La emergencia del caso me obligó a improvisar vehículos y personas para esa tarea. Anticipándome a las dificultades, me trasladé con premura a buscar a Ramón, un militante que trabajaba en el INOS, una institución nacional encargada de las aguas blancas y servidas.
Ramón, quien había sido ascendido a supervisor recientemente, tenía una capacidad de liderazgo que garantizaba los brazos faltantes para el traslado presuroso de las publicaciones.
Tan pronto llegué a la puerta de aquel inmenso depósito de materiales, el portero negó que allí trabajara una persona con el nombre y el apellido que le di. Tal fue, sin embargo mi insistencia, que el portero preguntó a algunos trabajadores quienes estaban de salida y todos negaron conocer al sujeto en cuestión. Yo, para mantener la calma, asumí la búsqueda y comencé a describir con pelos y señales a nuestro amigo, a todo el que salía o entraba al lugar. De pronto, alguien dijo: A quien tu buscas es a La Lapa. El portero de inmediato asumió con energía la búsqueda y nuestro militante, que debe haber leído muy bien la situación, apareció con seis personas entusiastas y dos carros para realizar la tarea.
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Pese a nuestros esfuerzos, todo marchaba con cierta lentitud, hasta que el encargado de la imprenta en un acto de desesperación nos ofreció un vehículo y tres trabajadores para terminar de desalojar los bultos de la imprenta, temeroso, según él, de la posibilidad de un allanamiento a su negocio. Cada paquete contenía mil ejemplares y esos últimos lo trasladamos a una casa en la zona de Catia, sugerida por La Lapa
Finalizada la tarea, en un estado de agotamiento total, me acosté cómodamente sobre los paquetes y no se sabe de dónde apareció una jarra con jugo de caña que produjo un inmediato revivir de los ánimos y me permitió preguntarle a Ramón de dónde venía ese apodo. Con gran seriedad nos contó a todos que, al finalizar el curso de inducción y su periodo de prueba, debió presentarse a las siete de la mañana en el lugar, donde las cuadrillas se armaban para salir a sus faenas.
Ese día, solo dos principiantes estaban en la zona y muy nerviosamente se cruzaban una que otra frase frente a las expectativa del primer día de trabajo. Llegó el supervisor, leyó y dio las instrucciones. Todos los trabajadores abordaron las camionetas y a los dos iniciados les ordenó con voz de mando: «la lapa al camión 16 y el conejo al camión 14; y yo, compadre, sin pensarlo mucho, tomé camino al camión 16 y todo el mundo en el INOS desde hace 22 años me llaman La Lapa».
Las carcajadas se oyeron de inmediato y uno que otro se animó a encontrar en las facciones de Ramón algo del animal en cuestión, para seguir las risas. Un apodo que, por ignorarlo, estuvo a punto producir un desastre en aquella actividad tan importante.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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