Cambio climático: mentira y verdad de una culpabilidad compartida, por Pascual Curcio M.
Cada vez que escuchamos la frase «cambio climático» entendemos perfectamente la preocupación de todo el colectivo planetario, ya que la misma palabra «cambio» suministra inmediatamente su esencia etimológica: dejar de ser algo, lo que era, para pasar a constituirse en otra cosa. Si lo relacionamos con un entorno tan unido naturalmente a nuestro propio existir, como lo es el climático, la preocupación se transforma en un profundo estrés emocional.
Cuando analizamos estacionalmente el comportamiento de los factores que caracterizan el natural marco climatológico no denotamos ningún «cambio» en su funcionamiento: la primavera llega cuando tiene que llegar, así el verano, otoño e invierno. En el contexto tropical las lluvias llegan cuando tienen que llegar así como la sequía que caracteriza el clima ecuatorial.
Entonces, ¿cuál es en sí el problema que genera tanto alboroto? La respuesta la tenemos cuando advertimos una pérdida paulatina del «confort climático natural». Sentimos cada año con mayor intensidad un incremento de las temperaturas promedios, bajas o altas, lo cual nos incomoda terriblemente; las lluvias van aumentando peligrosamente ocasionando serios problemas para la infraestructura de servicios básicos como agua y luz; lo que padecemos desde las últimas cuatro décadas. Nos atreveremos a afirmar que el «cambio» se viene dando en nuestra sensibilidad térmica y en una peligrosa inestabilidad en el drenaje de las aguas de lluvias. La pérdida del «confort climático natural» es evidente.
Desde que se celebró en 1992 en Río de Janeiro, Brasil, la Cumbre de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo Sustentable, los medios de información insisten en culpar de las perturbaciones climáticas y ambientales en general a los gases que provocan un efecto de invernadero mundial, son responsables del aumento de la temperatura promedio global de nuestra «nave espacial» común, el planeta Tierra.
Establecida tal realidad como el punto de origen de toda la incomodidad corporal térmica, nos preguntamos: ¿acaso nuestro planeta no es per se un gigantesco invernadero que vaga por el universo?
Etimológicamente, la palabra invernadero según la RAE viene del latín antiguo hibernus cuyo significado era invierno y al cual se le ha añadido el sufijo «adero», entendido entre los latinos como lugar de, por lo que el significado integral de la palabra invernadero sería: lugar donde pasar el invierno.
Pues sí, el frío congelante siempre ha sido en toda la historia de la humanidad el elemento climático más temido y contra el cual se organizaba el colectivo para enfrentarlo. De hecho, en la obra Comedia de Dante Alliguieri, marco teórico con el cual se sustentó el discurso religioso que da inicio a la Inquisición cristiana en el siglo XIV, la novena y última estación a donde iban a parar las almas de los mayores pecadores luego de la inevitable muerte terrenal era el infierno de la congelación, atrapadas en el hielo eterno; en su momento histórico, única retórica con poder disuasivo al infundir un gran temor a la población (Un cuento helénico y otros más).
Son cinco los gases acusados insistentemente por los medios influyentes de provocar el efecto de invernadero planetario que nos llevará a la catástrofe mundial climática de no ser detenidos en el mediano plazo: 1.- Metano (CH4); 2.- Dióxido de carbono (CO2); 3.- óxidos de nitrógeno (NOx); 4.- ozono (O3) y el quinto, de una connotación muy distinta, por favor lean detenidamente: clorofluorocarbonos (CFC), muy particular porque de los cinco acusados es el único artificial. En otras palabras, creado por el ser humano, no natural, para desarrollar una tecnología industrial muy novedosa en la historia de la humanidad y que ha provocado gran impacto económico en los últimos 70 años, nos referimos al plástico, obtenido como consecuencia de una alteración química al natural hidrocarburo, por lo que no puede ser procesado por nuestra madre tierra, no es biodegradable.
Los cuatro primeros gases citados son parte de la naturaleza y provocan el necesario efecto de invernadero planetario que ha permitido la vida al evitar la congelación que, por la existencia de la gigantesca capa de ozono que envuelve a la tierra, tendríamos inevitablemente. Paradójicamente, de no existir esta gran capa gasífera circundante, la incidencia de los rayos solares no permitiría la vida, por lo que en esta coyuntura dicotómica la solución de la divina creación fue la de generar el necesario efecto de invernadero con la acción combinada de los gases naturales mencionados.
En lo individual, todos los seres vivos que habitamos la tierra somos una bombona de gas metano andante. Durante la vida cotidiana lo generamos –cuando evacuamos o emitimos gases por mala digestión–, en mayor cantidad al morir, durante el proceso natural de descomposición.
Los tres gases subsiguientes al metano se generan a partir de la incidencia del fuego: la quema de vegetación, madera, bosques, carbón y los hidrocarburos; además de las acciones naturales del vulcanismo planetario.
Las masas de hielo congelantes, los polos norte y sur, mantienen retenida gran cantidad del gas metano originario producto de la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años. Otra importante cantidad está almacenada en los depósitos bituminosos. El gas natural o gas metano es muy útil para dar calor a las viviendas y para la cocina diaria. Una vez quemado se anula su efecto de invernadero en la atmosfera, por lo que es considerado su uso como una energía limpia.
La obtención de electricidad por combustión de hidrocarburos resulta ser muy contaminante, emite alrededor de 688 Kg. de monóxido de carbono por cada Mwh generado; lo que le abre paso a la alternativa nuclear. Hay consenso mundial en considerar tal opción como limpia por no emitir a la atmosfera gases de efecto invernadero, aunque deben extremarse las medidas de seguridad.
En cuanto a los gases generados por quema, combustión, la realidad de su reciclaje natural es bastante lento, de allí la existencia de las permanentes nubes oscuras en las grandes urbes, llamadas smog, más intensas durante el verano, cuando se convierten en un problema de salud pública.
En el proceso milenario de reinserción a la naturaleza de estos gases contaminantes es fundamental disminuir drásticamente su velocidad de emisión hasta lograr un equilibrio sustentable entre emisión y velocidad de depuración de la naturaleza.
Nuestro deber es ayudar regulando futuras emisiones del transporte automotor, la actividad industrial y de la quema de vegetación como de la incineración de los desechos sólidos domésticos.
El proceso de limpieza natural atmosférica se pueda efectuar mediante la participación de las lluvias que arrojan una parte de contaminantes al suelo; a partir de la fotosíntesis y por la acción disipadora que realizan los vientos.
Pero ¿qué ocurre con los gases clorofluorocarbonados?, gases alterados en su conformación natural con componentes como el cloro, bromo o flúor. Hablamos de fluidos vitales para la fabricación de plásticos además de refrigerantes, utilizados por décadas como propulsores de aerosoles; indispensables para fabricar espumas aislantes, disolventes, aislamientos acústicos, calzados, cosméticos, extintores de incendios. Por último, un uso muy generalizado en las comunicaciones, al servir para el enfriamiento en equipos de alta tensión. Todo esto sin mencionar todos los procesos industriales donde son indispensablemente tales gases. Ninguno de nosotros ha escapado al manejo de productos en cuyo proceso de elaboración interviene un contaminante no biodegradable.
En 1985 se publican las conclusiones de un grupo de investigadores dirigidos por el británico geofísico Joseph Farman donde se hacía del conocimiento universal el agotamiento de la protectora capa de ozono en la Antártida, verificado por imágenes satelitales. Se comprobó que los gases artificiales poseen un elevado poder destructivo de la capa de ozono y gran capacidad para facilitar el calentamiento atmosférico.
La naturaleza aún no nos muestra cómo anulará ese elemento artificial invasor, con lo que su contribución a agudizar el efecto de invernadero es la principal causa del cambio climático. Una sola tonelada de CFC arrojado a la atmosfera tiene un efecto contaminante equivalente al de 5.000 toneladas de dióxido de carbono (CO2).
Al día de hoy se hace casi imposible obtener cifras totales de la producción mundial de gases organohalogenados y menos aún precisar su consumo. El Protocolo de Montreal, Canadá, introdujo algunas correcciones a la producción de tales gases denunciados públicamente desde 1985. El asunto estadístico se trata internacionalmente como «secreto de Estado», una complicidad mutua entre productores y consumidores.
La preocupación mundial sobre la no sustentabilidad de la vida en el planeta por el camino antiambientalista tomado por la gran mayoría de las economías nacionales, ha tenido tres epicentros importantes para la discusión política: el Protocolo de Montreal, el Protocolo de Kioto de 2001 y el Acuerdo de París de 2015.
En lo medular, se ha acordado eliminar progresivamente al cloro (CL2) y al bromuro de metilo (HCFCs) – empleado para fumigar cultivos– e ir apretando regulaciones en su uso. La realidad es que la producción de plástico no cesa y muy poco se está haciendo para cumplir los acuerdos señalados; solo se mantiene un discurso mediático destinado a criminalizar los gases naturales e ir regulando la emisión de ellos limitando la combustión automotora por baterías eléctricas; aumento de precios del gas metano para calefacción y electricidad y, en general, subir los costos de los hidrocarburos.
*Lea también: La crisis climática: una crisis de liderazgo e imaginación, por Latinoamérica21
Las grandes corporaciones transnacionales involucradas en la producción de la «basura» plástica junto a los gases artificiales han tomado algunas medidas que no pasan de ser paños tibios para demorar lo inevitable, si seguimos con el actual ritmo en la fabricación de productos con gases artificiales no biodegradables.
Como prueba tangible supimos lo ocurrido en febrero en Ohio, EEUU, por el descarrilamiento de un tren que derramó cloruro de vinilo, un gas organohalogenado altamente tóxico, pero imprescindible para la producción de plásticos. Las secuelas tóxicas de este desastre ambiental permanecerán años por el hecho de contaminar todos los cursos fluviales superficiales y pozos de la región. Se estima que su toxicidad pudo haber llegado hasta el manto freático.
Sin más demoras deben ser reconsideradas las prioridades político- económicas en nuestra convivencia internacional, teniendo como norte el privilegio a la vida, lo natural. Cada uno de nosotros debe plantearse un cuestionamiento de orden ético, conscientemente debemos revisar la manera como estamos llevando adelante nuestras vidas, en especial la convivencia con el medio físico-biótico que nos circunda.
Pascual Curcio Morrone es geógrafo (UCV-1983). Especialista en Análisis de Datos. Especialista en Fotogrametría, IPO, adscrito a la Universidad de Stuttgart, Alemania.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo