Capricho mortal, por Teodoro Petkoff
Hace cuatro años el señor George W. Bush decidió invadir Irak. Contra la opinión del Consejo de Seguridad de la ONU, donde México y Chile —es bueno recordarlo— votaron contra la aventura que se les pedía respaldar, contra la opinión mundial y sólo con la patética compañía de los señores Blair y Aznar, Bush metió a su país en este tremedal de donde ahora no sólo el mundo sino la mayoría abrumadora de sus compatriotas le piden que salga. El pretexto fue la supuesta existencia de armas de destrucción masiva en manos de Saddam Hussein. Jamás fueron encontradas, ni lo serán, sencillamente porque no existían. Así lo habían expresado desde antes los inspectores de la ONU. Después de cuatro años de martirio y sufrimientos del pueblo iraquí, el mundo entero sabe que la invasión fue gratuita. No había tal amenaza. Irak fue invadido porque así le salió de los cojones al señor Bush y no porque realmente hubiera una razón real para hacerlo. El otro pretexto fue la guerra contra el terrorismo. Supuestamente se iba a liquidar una guarida de Al Qaeda. De nada valió que todas las fuentes de información hubieran dicho que entre Hussein y Bin Laden no había nexo alguno, como no fuera el de la enemistad. Igual Bush empleó esa otra mentira para justificar sus actos. Pero, el mundo es hoy un lugar mucho más inseguro que antes y hasta en Afganistán el Talibán vuelve a la carga. Todo ha sido un fracaso colosal y el Presidente norteamericano es hoy un objeto de irrisión.
Bush ha deshonrado a su gran pueblo. La historia lo recordará, sí, pero como un Presidente norteamericano que mancilló la formidable tradición democrática de su país; que lo llevó a la guerra con base en mentiras y que desestabilizó una de las regiones más volátiles del planeta, creando un foco de conflictos de muy difícil solución. Pero, sobre todo, porque abrió la caja de Pandora de la confrontación religiosa que hoy desgarra a Irak, con la terrible cauda de horrores que están viviendo los habitantes de esa infortunada tierra, y que amenaza con extenderse a otras áreas de la región. Ni siquiera el derrocamiento y posterior ajusticiamiento de un tirano monstruoso como Saddam Hussein son aceptados hoy por la opinión pública mundial como una justificación válida para la extrema irresponsabilidad política que constituyó la intervención en Irak.
¿Cómo salir de este lío? Bush y su pandilla de gangsters intelectuales del llamado neoconservadurismo no saben qué hacer. Lo único que se les ocurre es huir hacia delante. Enviar más soldados norteamericanos al teatro de guerra y amenazar a Irán con una intervención armada. Se han quedado sin política, hasta el punto de que recientemente han sido obligados por el gobierno iraquí a sentarse, oficiosamente, en la misma mesa con Siria y con Irán —amén de otros países que tienen algo que decir sobre el tema—, para discutir alguna solución. Por supuesto, al final lo que queda es desear que el próximo año acceda a la presidencia de Estados Unidos una persona sensata y corajuda, que recoja los vidrios rotos y haga posible un esfuerzo colectivo mundial para sacar a Irak de este desastre y apagar las candelas de un conflicto que bien puede abrasar al planeta entero.