Carne magra, por Marcial Fonseca
El abuelo gateó la llegada del siglo XX, y zagaletón, caminó la primera guerra mundial y terminando el primer cuarto de la centuria, cuando ya en el ambiente se respiraba los fragores de otra guerra de carácter mundial, contrajo matrimonio. Al año tuvo su primer hijo, Antonio. Esto lo obligó a trabajar con más ahínco. Exploró varios negocios.
Una de las mañas para manejar un asunto de colocación de mercancía se lo enseñó su progenitor: un julio le ofreció al pulpero de su cuadra unas veraras para hacer papagayos; por supuesto, el comerciante rechazó el trato porque no era la época de hacer volantines. Entonces envió, regaditos, a varios muchachos, todos amigos de él, a preguntarle al bodeguero si vendía veraras; obviamente la respuesta siempre fue negativa. Luego le pidió a un curruña que fuera a la pulpería a ofrecerlas; y, claro, las vendió todas.
Continuó su exploración mercantil con una pequeña bodega para surtir las pocas cosas que necesitaba el barrio. Y lo cierto es que su casa era una sinfonía de aromas y sabores: papelón de Duaca, caña de azúcar del Tocuyo; semeruco de Siquisique, y por supuesto, acemitas tocuyanas.
La familia iba creciendo a pesar de las restricciones que impusieron las guerras de la moderna Europa. Fermina, la hija mayor, eventualmente buscaría camino hacia la capital; Juan, la paz barquisimetana y Pedrito, con espíritu más mercantil, se uniría a su hermana. El mayor, ya casado, se dedicaría a la docencia en Susucal, acompañado de su esposa, esta sería el estriberón en los parterres de cujíes posesos de luz del distrito Urdaneta de Lara.
Para enfrentar los tiempos, empero, había que producir más y el abuelo consiguió el contrato de suministrar carne al cuartel Lara y a la Comandancia General de la Policía de Barquisimeto. El producto cárnico sobrante lo pondría a disposición de sus vecinos.
Rápidamente aprendió. Se dio cuenta de que las instituciones preferían cochino, pero este no era no muy popular con lo demás. Decidió hacer otro estudio de mercado. Hizo un experimento en unas fiestas patronales en Las Tunas, al norte de la capital larense, para ver los gustos culinarios locales y descubrió que la preferencia era por el chivo. Así que este producto lo ofrecería de puerta en puerta, y para ello le pidió a su hijo Antonio que se encargara de esa línea de negocio.
*Lea también: Primera visita a la capital, por Marcial Fonseca
Para la navidad de 1936, su mejor año, se hizo de cinco chivos, veinticinco gallinas, siete puercos, y por si acaso, dos chigüeres, cuatro iguanas y tres lapas. Todos, menos el chivo, serían destinados al cuartel; el caprino sería para los locales. Para la primera venta, llamó a su hijo Antonio y le pidió que fuera donde la Señora Enilda, y le dijera que para el día siguiente habría carne disponible. El muchacho salió corriendo, habló con ella y regresó muy alegre con la buena noticia.
–Papá, dice la doña Enilda que le guarde tres kilos de chivo bien macizo.
El padre, que era ducho en detectar las mamaderas de gallo, o chinazos como dicen ahora, le contestó:
–Vaya y dígale que maté chivo, no güevo.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo