Clases y partidos, por Fernando Rodríguez

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Por supuesto, no es matemáticas, pero cuando el mundo era más mundo, más redondo, había una cierta relación entre clases y partidos políticos. Para no complicar las cosas utilicemos los arquetipales ejemplos de los partidos comunistas —proletarios de todo el mundo uníos— en que se supone solo deberían tener plena cabida los explotados del capital, pero muy especialmente los obreros urbanos porque los mismos campesinos y el lumpen no eran pares a tiempo completo, faltos de una conciencia bien estructurada que no podía surgir prístinamente sino del trabajo colectivo y serializado. Y si algún burgués, pequeño o grande, frecuentes en el alto liderazgo y en los intelectuales, se quería inmiscuir, su estatus más adecuado era el de «compañero de ruta» y no había que perderlo nunca de vista, atentos a sus rémoras genéticas. O, en el otro lado, piénsese en partidos conservadores serios cuyos dueños se vestían a menudo de etiqueta y sus masas, que ocasionalmente podían ser muy grandes, eran visto con los mismos ojos con que se miraban a los obreros y oficinistas de sus empresas.
Por supuesto que en ese estado de pureza, muchas veces teorizado y predicado, nunca existieron: Lenin escribía libros sesudos y cultos y el muy colonialista Churchill hizo tanto y logró mucho por salvar el siglo XX del peor de sus monstruos reaccionarios. Es solo para tener un arcaico cuadro de referencias, siempre imperfecto.
Tan imperfecto que Teodoro Petkoff llegó a pensar que la desubicación de los comunistas venezolanos, en no pocas circunstancias históricas, por ejemplo su medinismo frente a la socialdemocracia –los adecos, pues– venía de sus orígenes en valiosos intelectuales de alto coturno y generosas intenciones, pero la cabra siempre tira para el monte. Y los adecos eran adecos, clase media recién vestida y pueblo, básicamente sindicalistas, algo vulgares en sus gustos, atuendos y modales para sus adversarios socialcristianos; y estos, los copeyanos, cureros, jugadores de fútbol y no de beisbol, arios y hasta mariconcitos según el filoso humor de Leoncio Martínez. Pero después de 40 años, el patriarca bíblico Caldera llegó al poder rodeado de chiripas izquierdistas y AD terminó su estrellato histórico tratando de emular el Consenso de Washington, y no sus lejanas raíces marxistas y el gusto por el pabellón criollo de Juan Bimba.
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Como quiera que estamos en busca de un frente —la famosa unidad— para buscar la caída de la dictadura, desde hace un bojote de años, ya casi nadie piensa en quién y porqué uno debe militar aquí y allá, ser de Voluntad Popular o adeco o de María Corina… Lo que equivale a decir que los proyectos sociales, que se supone que aspiramos a que algún lugar primordial deban tener en los partidos que nos invitan al combate, prácticamente no existen. Después de la caída del tirano, veremos, dicen. Y es curioso que muchos de los más destacados líderes del ansiado frente son de muy buena cuna y cuenta bancaria. Y no es que… pero.
Lo que quiero decir con este vago preámbulo es que se ha vuelto tan trágica, tan infernal, la situación de las mayorías nacionales que pareciera que ni la mafia que se disfraza de revolucionarios ni sus adversarios civilizados y demócratas le estén ofreciendo mucho al verdadero sufrimiento de los habitantes de los cerros y los pueblos desvencijados.
Y estos no ponen como prioridad la pelea entre Leopoldo y Capriles, ni siquiera la Constitución o la separación de poderes, sino la comida de sus hijos, la vacuna que salva vidas o el derecho a vivir en su tierra. Y ello se va a poner en primer plano, así eso de izquierda y derecha sea una antigualla, llámelo ahora como quiera, pero es y será tan natural y permanente como esta contradictoria especie biológica a la que pertenecemos.
Fernando Rodríguez es filósofo. Exdirector de la Escuela de Filosofía de la UCV.
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