Cocinero oficio peligroso, por Miro Popić
El oficio de cocinero siempre ha sido peligroso. A más de alguno ordenaron cortarle la cabeza porque al rey no le gustó el estofado o le llegó la sopa fría. Otros, porque podían envenenarlos. Pero hasta ahora, ninguno había sido esposado por subir un mensaje culinario en redes sociales, como le ocurrió al chef Víctor Moreno el sábado pasado en su restaurante de Altamira cerrado por la pandemia.
El temor a morir envenenado con la comida ha sido una constante entre los déspotas de todas las regiones. Lo curioso es que se ha culpado siempre a los cocineros, cuando en realidad los verdaderos ejecutores han sido personas vinculadas al círculo más íntimo del poder.
Como ejemplo, ahí está el caso del emperador romano Lucio Aurelio Cómodo (161-192 d.C.), cuyo mandato marca el inicio de la caída del mayor imperio de la historia. Fue envenado con comida no por el cocinero de palacio, sino por Marcia, su amante, y luego rematado con una espada en la bañera por Narcisus, quien fuera su gladiador instructor.
Uno de los ingredientes favoritos para este tipo de acción han sido los hongos que, como sabemos, algunos pueden ser mortales. Para seguir con Roma como ejemplo, ahí está el caso del emperador Claudio (54 d.C.) quien murió envenenado con setas suministradas por la emperatriz Agripina, quien quería que su hijo Nerón heredara el trono. Aparentemente fue la esclava Locusta la encargada de preparar el plato mortal, pero se sospecha del médico de Claudio, el Dr. Jenofonte, como autor de la receta. El propio Nerón hizo lo suyo con Británico, su hermanastro, dándola la misma preparación en una cena a la que asistieron su hermana Claudia Octavia y la misma Agripina.
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El caso más famoso de envenenamientos cercanos al poder ocurrió en Francia durante el reinado de Luis XIV. Entre 1677 y 1682 una serie de conspiraciones conocidas como el affaire des poisons, llevó a la ejecución de 36 personas. En el asunto estuvieron involucrados 442 sospechosos, de los cuales 367 fueron arrestados y finalmente 218 juzgados. Ninguno de ellos era cocinero.
Al parecer esta era una vieja costumbre incluso entre nuestros antepasados muchos antes de la llegada de los españoles. Galeotto Cei, un florentino que participó en la fundación de El Tocuyo, en su libro Viaje y descripción de las Indias 1539-1553, donde relata sus aventuras en Venezuela, cuenta que: “Las mujeres usaban y conocían hierbas venenosas para matar a sus maridos y también malograr por cualquier pequeño desdén. Hoy hay poquísimo conocimiento de eso por ser ellas empíricas y no querer enseñar”. Era una manera de lograr fidelidad a partir de la cocina y lo cocinado.
En tiempos modernos, el presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad tenía por costumbre comer en su oficina en una lunchera que traía de casa. Un periodista que lo entrevistó en el 2005 le recordó esa costumbre a lo que respondió que sí, que continuaba con ella: “¿Hay algún problema con eso? ¿Qué de malo tiene que yo quiera comer lo que mi mujer me cocina?”. Al menos si resultaba envenenado sabríamos de quién fue la culpa.
Otro dictador obsesionado con la posibilidad de ser envenenado era Nicolás Ceausescu de Rumania, quien no probaba nada que no hubiera pasado por una prueba de control previa. Viajaba con un laboratorio portátil para comprobar que la comida no fuera radioactiva, luego la ponía en una caja especial y la llevaba un guardaespaldas que era el único que conocía la clave que cambiaban a diario. Una vez en el comedor había un camarero designado que probaba todo antes de ser servido. Stalin tenía otro método. A la hora de la comida exigía que le presentaron varios platos idénticos para él poder escoger uno de ellos.
La excusa oficial de que con el chef Moreno ocurrió una equivocación no es suficiente, es prueba de que la detención arbitraria es práctica cotidiana. Y si el régimen se ocupa de encarcelar a los cocineros, es porque teme lo que se está cocinando. ¿Come usted tranquilo, camarada?