Conan, el bárbaro; por Teodoro Petkoff
Lo del sábado en la Asamblea Nacional fue dramático (aunque hay opiniones de que se trata más bien de una ópera bufa). Miquilena e Isaías Rodríguez se dedicaron a reivindicar la política como ejercicio de sensatez y racionalidad y abogaron por el diálogo, así como insistieron en la participación en tanto que mandato constitucional. Miqui llegó a afirmar que es preciso «bajarle la cresta a la conflictividad», que «la vía no es la de las amenazas», y hasta se atrevió a decir que «ésta no es la hora de los gritones», en alusión que todo el mundo entendió como referida al tercio que tenía atrás. Después bajó al podio Conan El Bárbaro y se dedicó a desbaratar (y a desbarrar también) todas aquellas ideas. Más irritante que nunca en su arrogancia y en su retrechería, taponeó todas las salidas. «La Constitución es perfecta, no hay nada que revisarle» (Isaías había sugerido que podía haber errores en aquel texto apresuradamente elaborado). «No tengo nada que discutir». Nada que revisar o reformar en las leyes de Adina. Anunció, con la «valentía» que da saberse con la pistola en el cinto, que podía meter presos a banqueros y gobernadores.
Todo eso es cháchara de hombre asustado e inseguro. De hombre que sabe que ahora sólo los mecanismos de la coerción y el chantaje son los que llevan gente a los actos, porque la magia del carisma se agotó (véase en la página 5 la circular del Ministerio de Finanzas que hoy publicamos). De hombre que sabe que pese a sus bravuconadas la Asamblea Nacional ha salido al encuentro del país que reclama. Mucha gente en la Asamblea sabe que las leyes necesitan reformas, porque tal como están son perjudiciales. Si no fuera así, la Asamblea no hubiera aprobado a toda carrera el contrato con los chinos para la planta de orimulsión, pero dentro del marco de la vieja Ley de Hidrocarburos, vigente hasta el 1° de enero del 2002. Ya los chinos habían advertido que con la nueva ley se iban. Y así con todo. Una lección que deben aprender los pichones de revolucionarios es que los cambios sociales tienen un costo financiero y económico y que hay que saber hasta dónde alcanza la cobija. De lo contrario sólo se puede gobernar a punta de represión, con lo cual se niegan los postulados que los llevaron al poder. O, como muestra la experiencia histórica, lo que espera a la vuelta de los años es el más espantoso fracaso.
Estamos en un momento crucial del proceso chavista. El país está reaccionando contra el autoritarismo y contra la pretensión de imponer por la fuerza los brutales criterios de Chávez. Esto hay que derrotarlo juntando a todo el que no esté dispuesto a calarse un régimen que pretende esconder su incapacidad tras una cortina de represión. No queremos un país cuyos ciudadanos sean obligados a estar hoy en la avenida Bolívar porque les dieron un microcrédito o cuyos intelectuales puedan ser bozaleados por un comisario político stalinista, para que firmen manifiestos que los humillan. Ese no es el país que queremos. Y no será.