Cortinas de humo, por Teodoro Petkoff
Atila, como se sabe, es un maestro en eso de lanzar cortinas de humo y en ese tipo de maniobras que los militares llaman de «diversión», es decir, de distracción, de desviar la atención de un determinado problema grave, simulando que existe otro, tratando de esta manera de que el ojo público se centre en la simulación y no en el tema de fondo. Es lo que ocurre en estos días con los ataques al cardenal Urosa Savino y con las sospechosas peripecias de la captura, confesión y extradición del terrorista Chávez. Son maniobras de diversión porque el Gobierno está atrapado por cuatro grandes crisis nacionales, a las cuales se ha sumado la hedionda torta de Pudreval.
Ya no encuentra qué inventar para que la gente deje de preocuparse por las penurias de su vida cotidiana y se distraiga con la artificial confrontación con la Iglesia y con la no menos artificial «conspiración».
Justamente en este momento, la población, sobre todo la más pobre, está agobiada por la cada vez más veloz carrera del costo de la vida hacia el cielo; por el incremento del desempleo y del trabajo llamado informal, consecuencia obvia de la dramática caída de la actividad económica; por hospitales y ambulatorios en terapia intensiva; por la muerte y el atraco acechando en cada esquina y por el tremendo impacto de descubrir que Pdval y Mercal encubren no sólo una corrupción cuya inmoralidad clama al cielo sino una incapacidad suprema para cumplir con su elemental cometido de hacer llegar la comida a las bocas que la necesitan –justamente en este momento, repetimos, aparecen esos potes de humo. No puede ser coincidencia.
La brutal desconsideración de los ataques de Atila a monseñor Urosa, coreada después por todos los sicarios burocráticos, en competencia por ver quién es más soez, luce como un esfuerzo desesperado para fabricar un problema que Atila presume más «rentable» para él que tener que estar evadiendo desde hace dos semanas el tema de Pudreval. Trató de minimizar su alcance («fue un errorcito»), trató de implicar al sector privado, intentó otros de sus trucos, pero la fetidez de los alimentos descompuestos no se le despega de la piel. Todo ha sido en vano porque el problema no es inventado, ni parte de una maniobra de sus adversarios, sino muy real y contundente.
Seguramente a Atila lo saca de quicio que esta vez el operativo diversionista no ha tenido éxito. Ya son trampas demasiado ensayadas y, además, tanto el cardenal Urosa como la Iglesia misma han dado una respuesta ponderada y sobria, sin dejarse arrastrar al terreno que Atila quiere, que es el de la diatriba infecunda, sólo buena para la galería.
En el mismo orden de ideas, y salvo demostración en contrario, debe inscribirse lo de la «conspiración» del terrorista Chávez.
Luce como una provocación demasiado burda, pero ya se sabe que desde el incendio del Reichstag, en 1933, esta clase de montajes se hacen a partir de la concepción hitleriana acerca de la «estupidez» de las masas. Dijo precisamente Adolfo Hitler que «la masa cree más la gran mentira que la pequeña». Sin embargo, será inútil. Las mentiras, pequeñas o grandes, al final del día tienen las patas muy cortas. Ya lo veremos en septiembre.