Cuando la crisis es de pueblo, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Con el cese del interinato acaba la historia de la que en su día fuera la más brillante victoria de las fuerzas democráticas venezolanas en el ya casi cuarto de siglo de tragedia chavista: la de las elecciones parlamentarias de 2015. Victoria dilapidada en manos de una dirigencia política en general poco preparada y en muchos casos hasta sin fuste personal, cuando no frívola e insensible frente al desafío del momento y, más aún, frente a las esperanzas que en sus manos depositó el venezolano.
Si bien las excepciones no faltan, los ejemplos sí que sobran. Aquellos primeros días de enero de 2016 fueron de redes sociales abarrotadas con fotografías posadas bien desde la recién adquirida curul o las escaleras que conducen al Hemiciclo, ora con la mamá, la novia o los nenés de casa; de liquiliqui, paltó levita o de «tallercito» traído del pueblo las damas, eso cuando no llevando puesto algún modelito «prét-a-porter». Creyó mucho neodiputado de entonces estar frente un chavismo por fin adherido a las buenas prácticas del quehacer parlamentario y que el Capitolio de Caracas iba a ser en adelante una especie de Cámara de los Lores. Hasta que les mostró lo que era.
Ni uno solo de tan insólitos personajes surgió de la nada. Fueron puestos –cuando no impuestos– por las direcciones políticas de los partidos en los que muchos de nosotros militamos, bajo cuyas banderas mil veces marchamos y cuyos afiches y pendones con nuestras propias manos colgamos. Cada vez que advertimos sobre las evidentes falencias y debilidades de alguno de aquellos candidatos se nos argumentó diciéndonos que se trataba del «chivo», «caballo» o «gallo» de tal o cual estado o circunscripción, por lo que su inclusión en las listas estaba más que justificada.
En 2020 surgirían los llamados «alacranes», expresión depura del antiquísimo vicio hispanoamericano del transfuguismo político. Esos tampoco vinieron del más allá: toda esa zoología política fue puesta por nosotros mismos.
Tragedia similar se vive en el campo chavista, expresión de ese país que creyó genuinamente en los cantos de sirena de la estafa revolucionaria que ilusionó a más de 3,5 millones de venezolanos en 1998. Alineado a pleno sol en resignadas filas, a la espera de una bolsa con víveres de segunda para engañar el hambre y contando – en el mejor de los casos– con el salario mínimo más bajo del mundo, el pueblo chavista asiste impávido al festín de los jefazos de la «nomenklatura» roja que ellos mismos entronizaron, mientras que el padre, madre o cónyuge yace enfermo en una sala de este pobre hospital mío o el joven hijo empaca un par de mudas en ese emblema de la pobreza venezolana que es el morralito tricolor para ir a buscarse la vida allende la cordillera andina o la selva de Darién. Hermanados en la desgracia estamos hoy los unos y los otros.
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Decir entonces que «estamos en crisis» es un lugar común tras más de 20 años ahogándonos en el «corsi e recorsi» de la revolución. La pregunta es en dónde reside su núcleo, dónde está su corazón. Se dirá que en la economía devastada, en la institucionalidad mil veces mancillada o en la notable precariedad del liderazgo de todo el espectro político. Expresiones muy ciertas de dicha crisis, pero todas secundarias: porque nuestra crisis es, de lejos, mucho más esencial. El gran Mario Briceño Yragorri nos lo dejó bien dicho hace 70 años en su «Mensaje sin destino: ensayo sobre nuestra crisis de pueblo» de 1952: la nuestra, es una crisis de pueblo*.
Pueblo no es masa o, como lo pusieron algunos de moda, «gente». Los antiguos romanos sí que lo tenían clarísimo: aquello de «populesque romanus» no le cabía sino al individuo soberano titular consciente de sus derechos, pero cumplidor también de sus deberes. Evocando a Briceño-Yragorri, hay que decir que lo de ser pueblo, antes que aludir a una categoría política, supone un común denominador histórico que nos dé identidad y del que francamente hoy carecemos.
No somos un pueblo histórico porque en algún momento de nuestro devenir reciente dejamos en el hombrillo los valores y las convicciones que una vez nos amalgamaron como tal para entregarnos en brazos del desmadre rentista, ya en su versión «cuarenta años» o en la «roja». La vida personal y política arreglada al rentismo petrolero nos hizo sumisos y dúctiles. Ocurrió en los 70 y 80, cuando la Venezuela feliz corría en avalancha a abordar el famoso vuelo 445 de la Pan American para irse de compras a Miami. Y sigue ocurriendo hoy todavía, cuando nos ufanamos de pasear por nuestras «pequeñas Manhattan» mirando tiendas de lujo o libando en exclusivos botiquines en los que las veladas puede que terminen a tiros, convencidos de que «Venezuela se arregló». Fue lo que terminamos siendo.
Así las cosas, la política, continuaba diciendo el pensador trujillano, «dejó de verse…como una actitud moral puesta al servicio del pueblo» reduciéndose a «un sistema encaminado a lograr cada quien su parcela de influencia en el orden de la república». Ese liderazgo opositor de hoy, política y moralmente cuestionado, que nos avergüenza dentro y fuera de Venezuela, no surgió «ex nihilo»: fuimos nosotros, el pueblo que ya no somos, quienes los pusimos allí, endiosándolos, erigiéndoles altares de popularidad a la manera de «rock stars», contribuyendo a crear un archipiélago de micropartidos y «fuerzas» a cuyo mando con frecuencia elevamos a antiguos jefes de condominio convencidos de ser personas de estado.
Lo mismo sea dicho del campo chavista, en el que hoy son sus propios dirigentes regionales los que denuncian la desfachatez de sus mandos. El reciente testimonio de una diputada regional zuliana lo deja claro. A unos y otros los pusimos nosotros, el otrora «bravo pueblo» cantado por Vicente Salias que hoy no alcanza a reunir para pagar la radiografía que necesita el abuelo enfermo.
¡Y el pueblo nada que aparece! Allí reside el «core» duro de nuestra crisis. El nuevo año se inició con protestas en las calles: son los maestros en Caracas y en otras ciudades, los siderúrgicos en Guayana y hasta un abnegado colega mío –el doctor Jorge Pérez, ginecólogo y obstetra –marchando en solitario desde Valencia hasta Barquisimeto para denunciar la ruina del hospital donde ejerce. Están solos. No hay pueblo detrás de ellos: todos alegan estar «cansados de tanta marcha» …
Hemos visto clausurar la reciente conmemoración de la festividad de la Divina Pastora con la potente homilía de monseñor Víctor Hugo Basabe, administrador apostólico de la arquidiócesis de Barquisimeto y obispo de San Felipe. Más de tres millones de fieles católicos reunidos en aquella, una de las devociones marianas más grandes del mundo, le escuchan. Quizás sea apelando a la fuerza del espíritu como podamos promovernos al estatus de pueblo que dejamos de ser, superando por fin la miserable condición de pisatarios de nuestro propio país.
Volver a ser el pueblo del 23E de 1958. A lo mejor y por allí es.
*Briceño-Iragorry, M. “Mensaje sin destino: ensayo sobre nuestra crisis de pueblo”, Madrid, Caracas. EDIME, p. 464 y 488.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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