Cuestión de honor, por Teodoro Petkoff

Pocas cosas hay más despreciables que el chantaje que un empleador puede ejercer contra su empleado al amenazarlo con despedirlo del trabajo si no acata su voluntad. Ese chantaje apunta hacia uno de los valores sustantivos de la condición humana: el honor. Valerse de las necesidades de alguien para obligarlo a rebajarse actuando contra su conciencia o sus convicciones produce heridas, que jamás cicatrizan, en la estima que una persona tiene por sí misma. Quien, por necesidad, cede a esas presiones chantajistas vivirá con el terrible sentimiento de que se le ha amputado una parte decisiva de su personalidad. Nunca vuelve a ser el mismo.
Puede imaginarse, desde esta perspectiva, la pesadilla que seguramente estarán viviendo miles de empleados públicos que firmaron la solicitud de RR para el Presidente, sometidos hoy a la presión brutal de sus jefes para que se «arrepientan» y retiren sus firmas en el proceso de reparos. Nunca antes en este país, donde, desde siempre, no han sido escasos los abusos y los atropellos ejercidos desde el poder político, habíamos vivido, sin embargo, una situación semejante a esta. Desde presiones desembozadas y descaradas hasta insinuaciones del tipo «como amigo te lo digo» el empleado público que firmó está sometido a un acoso continuo, que no cesa ni siquiera fuera del trabajo porque las cuñas radiales del Comando Ayacucho le recuerdan repetida e implacablemente que de él se espera el «arrepentimiento». Vale la pena preguntarse, incidentalmente, si no quedará alguien en este gobierno a quien no le asalte, en algún momento de distracción, la duda de si vale la pena mantener el poder apelando a procedimientos tan autodestructivos como el de sacrificar la dignidad propia humillando la del adversario.
Comprender este drama no es difícil. El honor, deben estarse diciendo muchos, podría tener el precio de perder el ingreso que da de comer a los hijos, en un país donde las oportunidades de trabajo están severamente limitadas por niveles altísimos de desempleo. Seguramente habrá quienes piensen que tal vez no puedan pagar ese costo y se sientan impelidos, con la muerte en el alma, a vivir la humillación suprema de renunciar a sí mismos y retirar sus firmas. Es un dilema desgarrador, intransferiblemente personal, que cada quien deberá resolver en la soledad de su conciencia. De nada sirve, y es injusto amenazar a los eventuales «arrepentidos» con el Código Penal. No sólo injusto sino contraproducente, aparte de inconducente. Cada quien resolverá.
Aunque sea fácil decirlo desde la comodidad del que no tiene sobre sí la amenaza del despido y de las penurias que lo acompañan, no debe olvidarse que, en última instancia, la sal de la tierra han terminado siendo siempre los que se niegan a vivir en la humillación y la servidumbre y han sabido hacer valer sus derechos y los de los demás protegidos tras el escudo de su propio honor. Honor fue lo que motivó a Galileo, cuando vencido por el tormento de la Inquisición y «arrepentido» de sostener que la Tierra gira en torno al Sol, exclamó al final, en un suspiro: «Eppur si muove» («Y sin embargo, se mueve»). Rescató los fueros de la ciencia y, simultáneamente, salvó la dignidad humana.