Cumbre borrascosa, por Teodoro Petkoff
La integración económica no es fácil y mucho menos cuando los socios posibles son muy desiguales entre sí. En Europa, a pesar de que la mayor parte de los integrantes de la actual Unión Europea son países sin demasiadas asimetrías, tomó medio siglo el proceso que compatibilizó las economías de los más poderosos de ellos con las de los más débiles. En el continente americano se trata de avanzar hacia una experiencia integracionista total, de Alaska a la Patagonia, entre economías tan distintas entre sí como las de Estados Unidos y Canadá respecto del resto de América, aparte de las sensibles diferencias existentes entre los propios países latinos y caribeños. De allí que el proceso necesite una muy cuidadosa carpintería, que vaya adecuando las agriculturas y las industrias manufactureras de los futuros integrantes del ALCA a las exigencias arancelarias comunes. Porque de no actuarse con prudencia el resultado podría ser muy bueno para los Estados Unidos, pero catastrófico para el resto del continente, cuyas actividades económicas podrían quedar literalmente asfixiadas por una corriente comercial de un solo sentido: norte-sur, que desalojaría de sus propios mercados nacionales a la manufactura y a la agricultura locales.
La reunión de Quebec terminó con un aparente consenso en cuanto a la fecha para la entrada en vigencia del ALCA. El año 2005 es la fecha mágica. Sin embargo, puede sospecharse que más de uno de los signatarios del documento final no debe haber considerado como una extravagancia la postura asumida por el gobierno venezolano. Por ejemplo, la posición planteada por el presidente de Brasil, Fernando Cardoso, llamó la atención sobre la «guerra sin cuartel» entre Estados Unidos y el resto de América, a la que podría conducir la aplicación a troche y moche del calendario aprobado en Canadá. Cardoso se hacía eco de las manifestaciones callejeras en las que los muchachos del Primer Mundo se batían por el mundo subdesarrollado. En cambio, la reserva propuesta por Chávez a la cláusula democrática fue realmente impertinente, e incluso ridícula, y de algún modo debilitó la otra.