Daños colaterales, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Desde hace algún tiempo el canal televisivo franco-alemán Arte está dando a conocer películas de guerra, los llamados clásicos en ese género. El propósito es probablemente colaborar en la formación del discurso público en torno de la guerra a Ucrania desatada desde el imperio ruso.
Es, de verdad, distinto ver una película de ese género como una distracción después de la tarde –tal vez comiendo palomitas para luego ir a dormir– que verla después de las noticias que provienen de acontecimientos en «vivo y en directo». Aunque tú no quieras, harás analogías, remembranzas, paralelos entre la pantalla con lo que acontece en el «cada día» del territorio ucraniano. Nos encontramos, inevitablemente, en el medio de una colisión entre lo histórico y lo cotidiano. Y si la película es tan intensa como , puede ser que, llegado el momento de dormir, sea imposible conciliar el sueño. Por lo menos eso fue lo que pasó a quien escribe estas líneas.
Al comienzo da la impresión de que la película tiene como objetivo presentarnos los adelantos tecno-militares en contra de destacamentos irregulares como son los del terrorismo internacional. En cierto modo es así, pero hay más. Nos enteramos también como la guerra digital ha revolucionado el mismo concepto de guerra. La caballería, la infantería, la artillería han sido sustituidos por drones, robots, algoritmos. Los ojos digitales pueden penetrar desde el cielo hacia los interiores de las casas, atravesar paredes, medir rostros con exactitud biométrica. Con la cantidad de información, dígitos, y fotos disponibles, es casi imposible errar en los objetivos, pensará más de alguien.
Sin embargo, la perfección absoluta, al no ser atributo humano, nunca podrá ser alcanzada, quiere enseñarnos la película. Siempre habrá un margen de error, una equivocación, algún hecho imprevisto, y claro, siempre aparecerán también esos eufemismos a los que llamamos «daños colaterales».
Las guerras limpias, a pesar de tanto aparato, no existen. Todas han sido, son y serán sucias.
Suciedad implícita en ese dilema que arroja la película, cuando una misión militar se apresta a eliminar, antes de que cometan un horroroso atentado, a un grupo de terroristas de al-Shabaab dirigidos en Nairobi por la británica convertida Samantha Louise Lewthwaite, identificada gracias a un «ornicóptero» y un «insectocóptero», manejados hábilmente por un agente keniano. La operación militar es dirigida desde Nevada por la eficiente coronel Katherine Powell (la siempre magistral Helen Mirrel).
El dilema
Como no pocos han visto la película (es del 2015) no narraré su argumento, pero sí me dedicaré a reconstruir el dilema, el mismo que me quitó el sueño durante esa noche. El dilema irrumpe cuando todo estaba listo para eliminar al siniestro grupo de terroristas y de pronto aparece una niña muy cerca del lugar donde tendrá lugar la acción militar, hecho que obligará al grupo ejecutor a reconsiderar la cantidad de eventuales «daños colaterales». El problema para los espectadores (para el comando antiterror también) es que ya conocemos a la niña, Alia.
Alia es hija de una joven pareja muy decente y modesta. Él repara bicicletas y ella, su esposa, hornea panes que la niña venderá en la calle, todos muy bien puestos en una mesita, justo al lado de la casa donde el comando de los terroristas suicidas se encuentra realizando los últimos preparativos para su acción criminal.
En los intertantos vemos jugar a Alia con un hula hoop confeccionado por su padre, a ocultas de los fanáticos islamistas del lugar. Nadie podía prever que la niña Alia, al vender panes al lado de la casa de los terroristas, iba a convertirse, sin que nadie lo supiera, en un potencial daño colateral. El comando reunido en Nevada, debía responder a esa nueva situación.
¿Aceptar la probabilidad casi segura de la muerte de la niña a fin de impedir que los terroristas asesinen a cientos de personas donde habrá muchos otros niños como Alia? La respuesta, desde el punto de vista de una economía de guerra, parece obvia: no queda otra alternativa, y esa es también la opinión de la coronel Powel.
El problema es que mientras las futuras víctimas de los terroristas son números hipotéticos, Alia es un ser existente y real. Una niña que podría tener la misma edad de la nieta del general en jefe, a quien el militar acaba de comprar un juguete.
En el comando ejecutor también está presente un jurista quien, ante la negativa del piloto a disparar poniendo en peligro la vida de Alia, obliga hacer un nuevo cálculo sobre los posibles daños colaterales. Los directivos del comando acuerdan entonces solicitar una nueva autorización a las instancias estatales. El vacilante ministro del exterior, tal vez temeroso de asumir una responsabilidad que puede costarle el puesto, sugiere consultar al propio primer ministro, quien recomienda realizar una nueva evaluación de los daños colaterales. En la discusión surgen todo tipo de argumentos en los que se cruzan los militares con los políticos y, por cierto, aunque de modo latente, con los morales.
Los argumentos no coinciden entre sí y hay que tomar una decisión. Powell no tiene dudas y hace uso de todos sus esfuerzos técnicos para cambiar el ángulo de los disparos y así bajar la cuota de probabilidad de los daños colaterales. Al fin y al cabo, lo dice ella misma, lleva seis años persiguiendo a la jefa terrorista y, justo ahora, en el momento en que esta se apresta a cometer un atentado, la tiene a mano.
El cómputo de los daños colaterales logra ser bajado –de modo evidentemente forzado– de un 65 a un 45%. Steve, el piloto, recibe la orden, dispara los misiles balísticos, los terroristas mueren y la niña queda mortalmente herida. A Steve y su copilota se les ve moralmente destruidos. Pero al día siguiente deberán emprender una nueva acción.
«Nunca preguntes a un soldado lo que ha tenido que ver», dice en las palabras finales de la película, el general Franc Benson.
¿Humanidad o bestialidad?
Con seguridad no pocos soldados se han visto envueltos en situaciones parecidas. Precisamente estos dilemas son los que convierten a las guerras en una actividad tan brutal. Pero, digamos claro: la guerra no nos convierte en bestias, pues las bestias están dotadas de un «módem» que los humanos no tenemos: solidaridad de especie.
Esta solidaridad que debería ser tan elemental, al no existir en el humano –supongamos que en nuestra animalidad originaria existió– ha sido sustituida por solidaridades religiosas, ideológicas, políticas, nacionales y otras, de acuerdo a las cuales nos está permitido matar a otros siempre que esos otros no sean un nos-otros.
Las guerras, aunque a alguien parezca un despropósito, no son inhumanas. Por el contrario, al ser la única especie animal que las practica, son humanas, muy humanas. Que las guerras sean, además, contra-humanas, es otro tema.
Las guerras son tan humanas que a ella aplicamos propiedades exquisitamente humanas, entre otras, la más humana de todas: el uso de la razón. En efecto, no hay guerras irracionales. Los objetivos de la guerra pueden ser muy irracionales, pero los medios que aplicamos de acuerdo a un objetivo, derrotar al enemigo, son radicalmente racionales. En la guerra, quiero decir, son aplicadas racionalidades derivadas de la ciencia, de la técnica, de la política e incluso, del arte, si nos atenemos a quienes nos hablan del «arte de la guerra», entre ellos el clásico de Sun Tzu. Un arte que va más allá del arte de matar, pues implica entre otros medios «artísticos», matar más que el otro, matar sin morir, matar sin odio, matar con precisión, matar para vencer.
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El oficio del soldado en la guerra es matar. Pero como la guerra es guerra, no se trata de matar a cualquiera, sino a otros soldados. Sin embargo en una guerra no solo mueren soldados sino también, gente civil, algunos no involucrados en la guerra. Son los inevitables daños colaterales. Alia, la pobrecita Alia, fue un daño colateral.
La lógica del daño colateral
Los daños colaterales no son deseados. Incluso hay daños colaterales que, aunque siendo no deseados, llega el momento en que hay que cometerlos para evitar más daños colaterales. Esa es la tesis –muy racional– de algunos personajes de la película Eye in the Sky. Esa ha sido también la tesis de muchos generales y gobernantes que se han visto obligados a aceptar, a falta de otra alternativa, determinados daños colaterales entre la población civil de algunos países.
Pensemos por ejemplo en la lógica del gobierno de Truman durante la segunda guerra mundial. Las horrendas explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki (agosto de 1945) fueron asesinatos colectivos y ni siquiera Truman intentó ocultarlo. Lo que hizo su gobierno fue solo otorgar el carácter (siempre discutible) de última ratio al asesinato colectivo.
Pues si no cometía ese asesinato en masa en contra del pueblo japonés –ese debe haber sido el razonamiento del gobierno norteamericano– y dada la disposición del gobierno japonés a mantener la guerra hasta las últimas consecuencias, no había otra alternativa que no llevara a terminar la guerra a un precio muy alto, pero siempre más bajo, si es que no se hubiera lanzado la bomba atómica. Si tenían la razón o no, no lo sabremos nunca.
Solo sabemos que en las guerras hay situaciones en las que los fines justifican a los medios y hay otras situaciones en las que no los justifican.
La historia de Hiroshima y Nagasaki hay que empezar a contarla desde antes. Tal vez desde Pearl Harbor (diciembre de 1941). Puede ser que Truman hubiera actuado de acuerdo al carácter tecnocrático y no político de sus generales. O que haya lanzado la siniestra bomba con el propósito de afirmar la superioridad militar de los EE UU frente a la expansionista URSS de Stalin. O, como sugirió Eisenhower en sus memorias, que haya habido un error de cálculo en la hipotética producción de daños colaterales. Lo cierto es que a través de los EE UU la humanidad demostró en esos días de agosto de 1945, disponer de los medios para eliminarse a sí misma.
Tal vez, es solo una sospecha, si en los EE UU sus generales hubieran presentido que en un futuro no muy lejano iban a aparecer gobiernos enloquecidos como el de Kim Jong-Un y el de Putin, dispuestos a utilizar la amenaza nuclear como chantaje político, habrían deliberado más acerca de la posibilidad de llevar a cabo un aniquilamiento masivo en Japón.
Hay guerras justas, hay guerras injustas
No obstante –y sin negar en ningún momento la responsabilidad que siempre caerá sobre los dos gobiernos, el japonés y el norteamericano– la realizada por los EEUU contra Alemania y Japón no fue una guerra de invasión y mucho menos de expansión, sino de defensa frente a invasiones y expansiones impulsadas por un estado genocida como era el de Hitler. Las matanzas colectivas de Hiroshima y Nagasaki pudieron ser hechos injustos pero –esto siempre hay que tenerlo en cuenta– cometidos en el marco de una guerra justa.
«No hay guerras justas» nos dirán los moral-pacifistas. Y desde el punto de vista puramente moral, tienen razón, no las hay. Pero si entendemos la palabra justicia, no de acuerdo a la lógica de una moral pura, sino de otra que descansa sobre una que proviene del derecho, tanto nacional como internacional, sí las hay.
Vista desde esa segunda perspectiva, la guerra de invasión y de anexión cometida por la dictadura de Putin en Ucrania es –de acuerdo estricto con la jurisdicción internacional, y considerando a todos los tratados, incluyendo a los firmados por los gobiernos de Rusia– una guerra que al ser ilegal es por lo mismo injusta.
En general, todas las guerras de anexión territorial, en un mundo donde los límites entre naciones son internacionalmente reconocidos y avalados por la Naciones Unidas, son ilegales y por tanto injustas. La defensa militar de un país soberano e independiente, reconocido como tal por el propio gobierno de Rusia es, de acuerdo a ese postulado, jurídicamente legal y, por lo tanto, políticamente justa, así como lo es el apoyo que presta la comunidad internacional democrática al pueblo y a los ejércitos de Ucrania.
De acuerdo a esa realidad políticamente establecida por la comunidad internacional, la dictadura rusa lleva a cabo una guerra ilegal e injusta, pues no solo es una guerra de invasión (como lo fue la de EE UU en Irak) sino de anexión territorial. Una guerra, si se quiere, del siglo XIX (cuando no había reglamentación internacional) pero llevada a cabo con las armas del siglo XXI. Más aún: –y esta es la particularidad de la guerra de Putin a Ucrania– no solo los fines son ilegales e injustos, también lo son los medios.
Para decirlo con palabras sumarias: todos los gobiernos durante las guerras cometen actos que involucran a la población civil y, por lo tanto, todos cometen daños colaterales. La guerra de los aliados durante la segunda guerra mundial fue defensiva y legal, y por eso mismo justa, aunque dentro de esa guerra justa se hubieran cometidos hechos injustos, entre ellos los que sufrieron los habitantes de Hiroshima y Nagasaki. Pero hasta ahora –ahí reside el colmo perverso del dictador ruso– ningún ejército, ni siquiera los hitlerianos y stalinianos, habían elegido como blanco preferido de destrucción a la población civil.
La de Putin, en eso ya no hay dudas, ha sido desde sus orígenes una guerra abierta en contra de la población civil de Ucrania. Eso significa que cada ucraniano es un objetivo a ser eliminado no por ser un soldado sino por el solo hecho de ser un ucraniano.
Ciudades mártires como Bucha o Mariupol no son excepciones como lo fue Guernica en España. Fue y es la regla general impuesta a la guerra por Putin.
Debe tenerse en cuenta de que no estamos hablando de los años cuarenta del pasado siglo, cuando no había aparatos de precisión como son los que muestra la película Eye in the Sky. Pero aun así podríamos aceptar que de vez en cuando se cometan errores, como confundir un edificio con otro, por ejemplo. Pero en la guerra de Putin a Ucrania, como lo fue en Chechenia y Siria, no ha sido así. Los misiles balísticos de Putin apuntan con deliberada precisión a plazas, estaciones, escuelas, jardines infantiles, hospitales, cafés, restaurantes.
Fue esa precisión casi perfecta para infligir daños colaterales entre la población civil, la que hizo preguntar al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (quien se encontraba de visita en Ucrania junto al comisionado de la ONU, Sergio Jaramillo) a su colega ucraniana Victoria Amelina acerca de cuál era la razón que llevaba a los rusos a cometer esos crímenes de guerra. La respuesta de la escritora fue: «como escarmiento y castigo para una población que no quiere ser rusa ni recibió a los rusos con los brazos abiertos». Poco tiempo después Amelina murió en un ataque premeditado al restaurant, en la ciudad de Kramatorssk, justamente al lado del escritor colombiano.
Victoria Amelina fue asesinada por el delito de ser y querer ser una mujer ucraniana. Su muerte no fue un error. Tampoco un daño colateral. Ella fue, entre otros intelectuales, un blanco cuidadosamente elegido por los comandos de Putin.
Fue un acto de venganza en contra de una mujer ucraniana que defendía los derechos humanos de los ucranianos. No obstante, su asesinato perseguía además, como otro de los tantos cometidos por Putin a la población civil, objetivos a los que podríamos llamar con cierto esfuerzo, militares.
Uno de ellos es que toda guerra de anexión, justamente porque lo es, tiene lugar en áreas donde habitan familiares y amigos de los soldados. Esa es una gran ventaja para los invasores, quienes han dejado a sus familiares y amigos en Rusia. Los de los soldados ucranianos en cambio, en su gran mayoría, residen en el país invadido. Asesinando a las personas de sus entornos, Putin intenta evidentemente crear una situación de desesperación en la población hasta llegar el punto en que esta prefiera vivir bajo yugo ruso a morir en las ciudades de Ucrania.
Puede incluso que lo consiga, aún al precio de usar cohetes atómicos. Putin es capaz de todo. En esa evaluación casi nadie –quizás solo el papa Francisco o Lula– se equivoca. Estamos en presencia, para decirlo con Kant, de una maldad radical, vale decir, de una maldad que no se ajusta a ninguna ley ni principio que no venga de los deseos de una mente perturbada.
Este mundo está lejos de ser un paraíso, no cabe duda. Pero tampoco debe ser el infierno que busca implantar Putin. Los ucranianos están luchando para que eso no ocurra.
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Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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