Del cine y la historia, por Américo Martín
Twitter: @AmericoMartin
Una versión sonrosada de la trágica guerra de Secesión entre las provincias del norte y el sur de los Estados Unidos fue la crónica filmada en 1939 que, bajo el título de Lo que el viento se llevó, colmó durante largos años las pantallas del cine mundial. Protagonizada por Clark Gable en el papel del aventurero Rhett Butler, oriundo del sur agrícola esclavista, a la vez que comerciante exitoso con el norte industrial, y Vivien Leigh interpretando a la seductora Scarlett O’Hara.
Las haciendas algodoneras son ricas y de belleza espectacular, que multiplica la impresionante factura técnica del filme, inspirado en el marco de la escuela romántica, a la que se atiene fielmente el director Fleming y los protagonistas principales y secundarios. Todo eso es lo que la guerra “se llevó”, de acuerdo con la artística obra fílmica: aquellos coloridos paisajes y armonía social bajo la mansa aceptación de la esclavitud.
Todo resultó barrido implacablemente por los soldados norteños que empuñaban el emblema del progreso industrial y la libertad de los esclavos.
Sí, fue una tragedia sin duda, cual reseña Fleming, pero sin ofrecer lo que habría experimentado la gran potencia norteamericana si el desenlace de la guerra de Secesión hubiera sido otro. Las provincias que se unieron para detener el progreso industrial, que comenzaba a comandar la marcha del mundo al paso de la causa nordista, jamás hubiesen triunfado. Por eso —aunque erradique para siempre los determinismos en la historia, no así en la ficción literaria o cinematográfica— me parece imposible imaginar a EEUU del norte soportando la impresionante reata de la causa sudista.
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En el reino del caudillaje latinoamericano y muy en particular en esa eterna reedición de doctores Jekyll y señores Hyde, que fue el tornasolado caudillismo venezolano, el intercambio de valores para emitir juicios está en permanente proceso de reinterpretación, al punto que cualquier examen de los hechos y batallas efectivamente realizadas haría casi imposible dictar una opinión seria respecto de cualquiera de ellos.
Antes que nada precisaré lo que para mí define a un caudillo, o mejor, un caudillo vencedor y en trance dominante. Lo esencial consiste en que ejerce poder sin que la ley o principio de legalidad los alcance.
Otros componentes —no esenciales— son el carisma, ciertos retorcimientos de personalidad, pero cuya ausencia no altera la nervadura sobre la que se sostiene el caudillo. Distingo tres categorías: los históricos, los de montonera y los revolucionarios, tipo Fidel Castro, Chávez. A ninguno los limita estrictamente la ley, con la salvedad de que los históricos procedieron a su pesar en tanto que los otros dos, a su mandar.
Los caudillos venezolanos de los siglos XIX y principios del XX fueron, en general, de montonera. Mandaban desde su caballo, o así lo dejaban creer. Cambiaban de causa como de sombrero. Había que saberlos tratar para neutralizarlos o ganarlos. Casi todos fueron amigos y enemigos de Castro y JV Gómez haciendo su inevitable paseo engrillado por La Rotunda, Puerto Cabello y otros recintos tradicionales.
El 13 de octubre de 1909, el general Gómez escribe un derretido elogio a seis generales del directorio liberal, en respuesta a una incondicional y no menos amorosa postulación que le hicieron a la Presidencia constitucional. Parece una iniciativa corriente, pero evocan a enemigos jurados de Gómez en varios momentos. Generales José Pulido, Manuel Antonio Matos, Juan Pablo Peñalosa, José Manuel Hernández (“el Mocho”) y Nicolás Rolando.
Castro y Gómez tuvieron que enfrentar una poderosa coalición liberal dirigida por el banquero-general de pacotilla Manuel Antonio Matos, quien reunió alrededor suyo a muchos de los mejores líderes militares de la época.
Con el emblema de Revolución Libertadora desató una conflagración dirigida contra la causa castrista. Pese a duplicar a los andinos sufrieron una derrota despiadada en sucesivos encuentros. Domingo Monagas, Amabile Solaigne, Gregorio Segundo Riera. El prestigio de Monagas, un general de la Independencia, alegró a Castro. “Si me gana un general tan ilustre no me dañaría más que si pierdo frente a un cualquiera”. Lo cierto es que Castro ganó.
Tras un muy duro combate y luego de recibir la ayuda de tropas dirigidas por Linares Alcántara, Gómez batió a Nicolás Rolando en El Guapo. Retrocedió el valiente caudillo, peleando con furia y valor hasta hacerse fuerte en Ciudad Bolívar. Al observar cierto desorden en las filas castro-gomecista, Linares le propuso a Gómez que él podría escribir un plan de batalla, a lo que el jefe andino le respondió: Primero pongámosle los ganchos a esos pingos y después nos ocuparemos de su plancito.
Carlos Alarico Gómez, autor de estas crónicas, supuso que el andino no tendría ni remota idea de lo que fuera un plan de batalla, pero a mí me parece que se trataba de un comentario entre burlón y socarrón de Gómez, quien terminó venciendo en el feroz combate.
De esos vehementes conflictos nace la semifábula de los dos célebres generales andinos en la erradicación del caudillismo, factor de estancamiento histórico.
En varios medios he desestimado esa teoría, sin dejar de reconocer el rol que aquellos jugaron. Lo que el viento se llevó en el colorido cine norteamericano —digamos para concluir— no fue tan trágico como las guerras que autócratas y caudillos violentos dejaron en las entrañas de nuestro continente. Fue tan diferente como lo son la fábula y la verdad.
Américo Martín es Abogado y Escritor.
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