Delirium brutis, por Teodoro Petkoff
Si no supiéramos que José Vicente Rangel no toma habríamos creído que estaba rascado cuando dijo esa tontería -verdadero delirium brutis- de que el paro fue de 10%. Pero eso da la medida del éxito alcanzado. Que alguien como Rangel, que una vez corrigió las desmesuras de Diosdado en la misma materia, haya dicho eso, revela que tenía el estoque metido hasta la empuñadura. El paro fue un éxito. Tampoco el 10 de diciembre se pararon los obreros petroleros ni los de las empresas básicas de Guayana, ni el transporte público. El resto cerró sus puertas. Lo demás es discutir sobre el sexo de los ángeles. Punto. Lo grave de esta conducta gubernamental es que implica la utilización de la mentira como técnica de Estado. Todos los gobiernos del mundo ante los paros suelen reaccionar igual: hablan de fracaso. Eso es casi una regla de juego. Pero oír a la ministra Iglesias, al igual que a Rangel, mentir con tanta soltura, dando cifras absurdas, haciendo balances inverosímiles, produce escalofríos. Esto va más allá de lo usual en las guerras de números. Todo se montó para que al mediodía aparecieran distintos funcionarios de gobierno repitiendo a coro que el paro era un fracaso. Es el descomedimiento en la mentira lo que sobrecoge. Alguno de los líderes del totalitarismo del siglo pasado decía que la mentira, mientras más grande, más la cree la gente. Vimos la técnica aplicada en el caso de las marchas. La vemos en ese esperpéntico «magnicidio», con un «vicemagnicidio» de ñapa, que inventaron los genios de la propaganda gubernamental. Mal signo.
Porque insisten en una práctica nefasta: negar al otro. Si el paro fue virtual, como dijo Rangel, o sea, que no existió, la oposición, en la mente del vice, tampoco existe. Eso hace sonar hueco el llamado al diálogo que él mismo hizo. En efecto, ¿con quién quiere dialogar el gobierno si de entrada desconoce la existencia del interlocutor? Tanto la marcha del 10 de octubre como el paro de ayer estuvieron planteados desde una perspectiva democrática. La primera postuló un horizonte electoral. El segundo, acotado en el tiempo, absolutamente cívico y pacífico, implica una definición democrática. La ausencia de disturbios no la garantizó solamente el dispositivo de seguridad ciudadana montado por el gobierno, sino la voluntad no-violenta dominante en los sectores que llamaron al paro. Los jerarcas oficialistas insistían en calificarlo de «golpista», a sabiendas de que tal cosa es falsa. Es una manera de cerrar la puerta al propuesto diálogo antes de que esta se abra.
Se anuncia la nueva visita de Gaviria, es decir de la OEA. La oposición organizada debería aprovechar la ocasión para emplazar al gobierno a sentarse a conversar. Ahora le toca hacer evidente su condición de fuerza más interesada que nadie en buscar una solución política, democrática y pacífica, poniendo a prueba al gobierno, retándolo a que asuma el diálogo con la oposición tal como ella es.
Las marchas y paros demostraron al gobierno que no puede imponer su voluntad por la fuerza. Para todo efecto práctico eso que Chávez llama «el proceso» es un cadáver insepulto. Ahora a las dos partes no les queda más que sentarse a hablar, para que la situación no continúe degradándose y pudriéndose.