El arte del chapeo, por Simón Boccanegra
A los venezolanos se nos debe un verbo único y original: chapear. Es la acción de mostrar una chapa, real o virtual, para hacer valer un abuso, una viveza, un desprecio por la ley. La chapa, de objeto identificador de un agente policial, se ha transformado en la metáfora genérica del atropello. Chapear es ejercer la autoridad, pero abusando de ella.
Algo le pasa a la idiosincrasia de buena parte de nosotros en cuanto se nos da alguna autoridad, por pequeña sea, desde un rolo y un revólver a los policías, hasta un cargo público de alto coturno, pasando por el más pendejo de los funcionarios.
Muchos militares sufren de esta patología. No todos, claro está, pero tampoco no pocos.
Tomemos el ejemplo del coronel que libró la batalla de Bureche, la finca de Eduardo Gómez Sigala, allá en el Valle del Turbio. Si el INTI quiere ejercer una acción sobre esas 36 hectáreas de tierra, ¿por qué sus funcionarios, en lugar de chapear, no llegan con las órdenes judiciales o los documentos que sustenten su acción? Ah, porque ellos chapean; su chapa era el coronel que tenían detrás.
Encima de que a un ciudadano pretenden despojarlo de su propiedad sin que haya sido mostrada ninguna decisión judicial o administrativa, puesta negro sobre blanco, sino que se alegan «órdenes de Caracas», es decir de la chapa de más arriba, cuando protesta y reclama, los militares lo empujan, le cierran el paso en su propia casa y terminan arrestándolo, montándole la acusación ridícula de que desgarró la camisa de un soldado y, además, le lujó el brazo.
No quiero ni pensar que le habría pasado a Gómez Sigala si todo eso hubiera sido verdad. Segurito que le dan con la chapa por la cabeza.