El canto de las ostras, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
Las ostras no solo alimentan, también embellecen. Eso lo sabe el mundo reflejado en los grandes museos que exponen obras inmortales sin que expliquen el significado oculto de sus representaciones. Antes, mucho antes de que Jesús Soto ocupara todo el Museo de Arte Contemporáneo de París, en junio de 1969, con sus penetrables, como me tocó verlo, sentirlo y recorrerlo, ya Venezuela estaba presente en lienzos inmortales que hablaban de las bellezas y riquezas de nuestras costas, todavía desconocidas para el viejo mundo.
Comencemos por la emperatriz Isabel de Portugal (1503-1539), esposa del emperador Carlos I de España, madre del rey Felipe II. Isabel era nieta de los reyes católicos, financistas de la aventura colombina que dio origen a la más grande revolución alimentaria de la historia, cuando la despensa se hizo global y comenzamos a cocinar con ingredientes desconocidos. Cuando intercambiamos maíz por trigo, patatas por cebollas, ají por pimienta, achiote por azafrán, aguacates por berenjenas, piñas por manzanas, cuando pasamos del budare al caldero y descubrimos la fritura.
La imagen de esta Isabel quedó perpetuada gracias a un retrato, oleo sobre tela, 98 cm x 117 cm, que realizó Tiziano (1490-1576), en 1548, y que se puede contemplar hoy en el Museo del Prado de Madrid, sala 024. En esta magnífica pintura se ve a la joven Isabel, madre del artífice del imperio español, con su mirada ausente, mostrando la dignidad propia de una modelo de Rafael, donde, lo más importante, para nosotros, es el collar que cuelga de su esbelto cuello.
Una verdadera joya con más de 146 magníficas perlas cuya procedencia debemos ubicar en Cubagua, el primer ostral del nuevo mundo, que dio de comer a los guaiqueríes desde que comenzaron a poblar el territorio insular venezolano, y fuente de fortuna súbita de los primero europeos que recorrieron nuestras costas.
Cuarenta años después del retrato de Isabel, en 1588, otro pintor, esta vez inglés y desconocido, elaboró una pintura que hoy se exhibe en el segundo piso de la National Portrait Gallery de Londres, en Trafalgar Square, del insigne aventurero inglés (es un decir) sir Walter Raleigh, eterno buscador de El Dorado, quién luce en el lóbulo de su oreja izquierda un impresionante zarcillo con una enorme perla espectacular que solo debe haber procedido de la isla de Cubagua, de una de las tantas incursiones de piratas y corsarios que asolaron su geografía.
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Los hermanos Guerra, Cristóbal y Luis, y Pedro Alonso Niño fueron los primeros europeos que, en 1499, recorrieron en una carabela con 33 tripulantes las costas venezolanas. Cuando regresaron a Cádiz en abril de 1500, lo hicieron cargados con perlas de Cubagua. Pedro Mártir de Anglería dijo que eran 96 libras de perlas, pero el padre Bartolomé de las Casas asegura que fueron 150 libras. Seguramente ambos se equivocaron, debe haber sido más, considerando que en los treinta años siguientes de explotación se exportaron un total de 11.877 kilos de perlas.
El 12 de septiembre de 1528 se fundó en Cubagua la ciudad de Nueva Cádiz, con trazado de calles, cabildo e iglesia, en la que llegaron a vivir más de mil almas que, como nosotros (es otro decir), comían todos los días. Ángel Félix Gómez, en su Historia y antología de la cocina margariteña, cita el inventario de la tienda de Martín Alonso Alemán, del día 15 de diciembre de 1528, donde aparecen “39½ pipas de harina, 42 pipas y 8 arrobas de vino, 409 arrobas de aceite, 1 pipa y 16 botijas de vinagre, 81 jarros de miel”. Entre los alimentos que llegaban directamente de España, en esa época de ostras y perlas, se encuentran vinos de Guadalcanal, vino blanco y tinto de Jerez, tocinos, perniles, espaldas de tocino, vinagre, arroz, almendras, ajos, nueces, pasas, higos, jarretes de alcaparras, dulce de membrillo, tocinetas, quesos, miel, tocinos de la Sierra, jengibre, fanegas de garbanzos, conservas de durazno, de peras, dátiles, ciruelas pasas, azafrán, canela, pimienta, vino de Chipiona, bizcochos, habas, atún, barriles de sardinas, orégano.
Cuentan que los indios guaiqueríes se guiaban por el canto de las ostras para atraparlas en las profundidades de las islas de Cubagua, Coche y Margarita. En el fondo del mar, los primeros buzos de cabeza a fuerza de pulmones, se orientaban de oído siguiendo el misterioso coro submarino originado en el sonido que emiten los moluscos al expulsar el agua que retienen en sus conchas. Otros dicen que ese canto es el quejido de las perlas creciendo dentro de ellas, como un lamento.
Las ostras fueron sustento diario de los primeros pobladores del territorio insular, las mismas que hoy comemos en cualquier playa de Margarita, cosa que esperamos hacer apenas finalice el ostracismo a que la tienen sometida.
El ostracismo no tiene nada que ver con gastronomía. Para los que no lo saben, se trata del aislamiento voluntario o forzoso de la vida pública que sufre una persona, generalmente motivado por cuestiones políticas.
¡Libérenla ya!
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.