El ejercicio del poder, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
«El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente».
Lord Acton
Después de la Segunda Guerra Mundial aparecieron nuevos movimientos políticos que le dieron cierta vivacidad a las tendencias clásicas y que intentaron un cierto reacomodo hasta que llegó La Guerra Fría.
Lo cierto es que al avanzar la democratización, sobre todo en el continente americano, aparecieron rasgos del nepotismo que pasaron desapercibidos a los grandes críticos de la política y, que por supuesto, llevaron al desastre a los países donde aquello fue más evidente, como el caso de la Argentina con Isabel Perón.
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Eso, que en muchos casos se ha citado como una característica de las llamadas «repúblicas bananeras», se ve en los últimos tiempos también en Francia con la heredera del partido Agrupación Nacional, Marie Le Pen o en su momento con la candidatura de Hillary Clinton en el Partido Demócrata de los Estados Unidos.
En nuestro país la nueva era de este papelón político se inicia con la candidatura y el triunfo del papá de Chávez en Barinas y, en menos de un quinquenio, vimos esposas sustituir gobernadores y hermanos sustituirse en cargos ministeriales.
El punto al cual me voy a referir es que estos vericuetos del nuevo pero decadente momento de la política, han llevado a los mayores desafueros, porque se ha profundizado la delgadez del talento y la complejidad de la sociedad reclama a unos actores mejor formados y más capaces intelectualmente.
Pero en nuestro país esta delicada situación de comportamiento político se agrava, por la salida de más de siete millones de habitantes producto de la crisis económica inducida y planificada por el madurismo, de tal manera, que estamos condenados a ejercer el poder echando mano de talentos que se encuentran en otras tendencias ideológicas, aunque ya es un lugar común decir que hoy día no hay tendencias firmes sino pastichos ideológicos.
Cuando se olvida el talento o la experticia y se sustituye por la lealtad, ocurren sucesos como el desastre ecológico producido por el derrame petrolero en el río Guarapiche, que surte el agua a la ciudad de Maturín.
La persona encargada de controlar el llenado de los depósitos fue obligada por el supervisor a asistir a un acto político del PSUV, en la ciudad de La Victoria, con motivo del Día de la Juventud. El cargo o puesto se lo había conseguido ese supervisor, de manera que no existía razón para desobedecerle, en una clara conducta de incondicionalidad, con el resultado conocido por todos.
Pero a la universidad, por ser lo que es, un lugar del conocimiento y la reflexión, le está negado convertirse en un campo de batalla descarnada donde son incompatibles los elegidos y convirtiendo en enemigos a parte de los electores. Si la pugnacidad se exacerba aparecerán inevitablemente los Yago, ese personaje Shakesperiano que enreda todo y que va fabricando traiciones a su paso y dando de beber la incidia a los candidatos. Esa siembra del horror convertirá lo que debe ser una respetuosa contienda de ideas en un infierno cuyo resultado no es un ganador sino un antilíder o un sujeto sin autoritas.
Yo no niego que en los sucesos del pasado día viernes 26 de mayo , en las elecciones de autoridades en la UCV, estén presentes los vacíos tecnológicos y las dudosas, por su origen, imprevisiones. Quien puede negar que si debemos recorrer una veintena de kilómetros es mejor hacerlo en vehículo de motor que en bicicleta. Lo que sostengo es que allí está una manera de actuar, cuando se tiene el poder y allí están los resultados.
El cuento es que un venezolano en Francia había tenido mucho éxito en las matemáticas al extremo de tener, junto con un francés, un teorema que resaltaba en los contenidos programáticos de la Sorbona. Pero su mente comenzó a sufrir un deterioro muy marcado y en uno de esos convenios universitarios, este personaje apareció en una de las facultades de nuestra universidad y era frecuente verle por los predios de la dirección de la Escuela de Filosofía de la UCV, cuyo director era Pedro Duno, un gran amigo con quien teníamos la responsabilidad de unas publicaciones. Lo cierto es que con este «sabio», pero atormentado mental, nos encontramos varias veces, y en una de ellas, en un tono de reclamo, le inquirió a Pedro que había visto dando clases a fulano de tal, quien desde su particular punto de vista, era un sujeto con límites para usar la tarima universitaria. Nuestro amigo se limitó a decirle que esa persona era amiga y conocía el tema del Seminario que estaba dictando. El «sabio» con tono de disgusto le dijo:
–Pedro, ¿tú conoces mi perro? Ese perro se alegra cuando yo llego, me acompaña durante las comidas, a veces se baña conmigo y al salir de la casa da manifestaciones de tristeza , pero ¡caramba, Pedro¡ Yo no puedo decir que mi perro es don Miguel de Unamuno.
Tanto Pedro como yo abandonamos el local de la dirección, con diversas excusas, para evitar la presencia del personaje, pero no parábamos de reír frente a aquella soberana ocurrencia.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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