El endiosamiento, por Teodoro Petkoff
Una de las más repugnantes manifestaciones del “socialismo del siglo XX”, llamado también “real” —que ni era socialismo ni era real— fue lo que, después del famoso informe en el cual Jruschov desnudó a medias los crímenes de Stalin, se comenzó a denominar “culto a la personalidad”. Cuando se visitaba los países del imperio soviético o la China anterior a Deng Siao Ping, una de las cosas que más chocaba a la vista era la profusión de gigantescas fotografías de Stalin, de Mao, de Kim Il Sung, que se exhibían en cada esquina, en las plazas y en todos los sitios públicos. La abundancia de estatuas de los líderes llegó a ser tal que todavía no han podido tumbarlas todas. La prensa, invariablemente, recogía en primera plana solamente declaraciones o actividades de los grandes jefes y los discursos de los funcionarios menores estaban plagados de alusiones al alto jerarca de turno. Toda idea, todo plan, toda iniciativa, en cualquier plano de la vida, le era atribuida. Cualquier éxito del país, en la ciencia, el arte o el deporte, era presentado como producto de la clarividencia y la sabiduría del Hermano Mayor. Esto llegó al paroxismo en la URSS, con “el padrecito de los pueblos”, Stalin, y en China con “el gran timonel”, Mao. Pero, sin duda, en esta materia nada puede compararse con el inverosímil culto a la personalidad de Kim Il Sung en Corea del Norte. En Cuba, sólo en los últimos años se observa ya un derrape en materia de jaladera de bolas a Fidel.
Durante varias décadas, la revolución cubana, aunque no estuvo exenta de cierta adoración a su caudillo, se mantuvo relativamente sobria en comparación con aquellos casos.
Este fenómeno no tuvo ni tiene nada de espontáneo ni es producto del “amor del pueblo” por sus líderes. Fue y es cuidadosamente cultivado desde arriba porque es parte, y no la menos importante, de los mecanismos de dominación. Poblar la vida entera con su omnipresencia, remachar una y otra vez que todo se debe a El, conduce a generar una alienación de los habitantes del país respecto de la mítica figura del Supremo. Se comienza por aparentemente espontáneas expresiones de “amor” y, una vez puesto en marcha el engranaje, el miedo se encarga de hacerlo marchar de manera implacable y creciente.
Aquí, aunque sería ciertamente una exageración establecer equivalencias entre el chavismo y el “socialismo real” y pese a que no hemos alcanzado todavía aquellos niveles estrambóticos de “culto”, ya se comienza a ver signos preocupantes. Por todas partes, enormes vallas y pancartas muestran la imagen de Yo El Supremo: Chávez besando viejitas, Chávez levantando niñitos, Chávez bateando, Chávez tricolor en mano, Chávez “protector del pueblo”, Chávez en todas las poses posibles. Ya no hay discurso de sus alabarderos que no incluya una mención adulona al “Salvador del mundo”. Su cumpleaños está a punto de convertirse en fecha patria.
Es grave la cosa. Sin embargo, cuando se discute el asunto con algunos de sus partidarios, hay siempre una disposición a la indulgencia. “No es Su culpa” ; “el pueblo Lo ama” (casi se puede cortar con una tijera la mayúscula mayestática fluyendo de la boca del feligrés). Sí, lo ama… como amaba a Guzmán Blanco. Después le tumbó las estatuas.