El explotador, por Teodoro Petkoff
El Estado-patrono está comenzando a confrontar problemas laborales. Era inevitable. Después de años de gordas vacas fiscales, que permitieron, en el caso de los empleados públicos, soslayar las reivindicaciones de los trabajadores a punta de realazos, obviando la contratación colectiva por años, y estableciendo aumentos salariales por decreto, o, en otros sectores, firmar contratos demagógicos, el mundo sindical comienza a revirar porque el viento económico sopla ahora en contra. Entre los trabajadores de las empresas básicas de Guayana, los de la electricidad, los del Metro de Caracas, los petroleros, los empleados públicos, por todas partes, se expande el sordo rumor de la insatisfacción laboral y sindical. El patrono ahora dice que no hay real y los sindicatos, incluso los que antes alcahuetearon al patrono, comienzan a gruñir.
El epicentro de la agitación sindical está en Guayana porque en esta región, la destrucción de las empresas básicas por la mezcla corrosiva de ineficiencia y corrupción mafiosa que impera en la CVG y en las directivas de las propias empresas, y que las ha llevado prácticamente a la quiebra, amenaza hoy las propias condiciones de trabajo, así como las conquistas establecidas en los contratos colectivos.
¿Cuál ha sido la respuesta de Chacumbele? La que le es típica. El insulto y la agresión a los trabajadores, la descalificación, la amenaza y el reto. El Presidente desafía a los trabajadores a que vayan a un paro. Los provoca con los insultos, deseando que le den el pretexto para proceder a despidos masivos y al establecimiento de un nuevo modelo de relación obrero-patronal, sin la intermediación de sindicatos y sin contratos colectivos discutidos con estos. Desde luego, la amenaza implica también la liquidación del derecho de huelga.
«El que pare una empresa del Estado está contra el jefe del Estado», vociferó Chacumbele en Ciudad Piar, cuando colocaba, ¡por quinta vez!, la primera piedra de la nueva siderúrgica.
A Chacumbele se le podría definir con el verso de la vieja canción comunista la joven guardia: «El burgués insaciable y cruel». Pero los sindicalistas no se quedaron callados.
Sus respuestas fueron directas y duras. Señalaron la responsabilidad del gobierno y de las mafias corruptas en el brutal deterioro de las empresas del aluminio; desmintieron las falsedades que había soltado el Presidente («horas extras que se cobran por diez»; «carros que se les subsidian») y no mordieron el peine de la provocación («¿Qué vamos a parar, si las empresas están paradas como producto de la desinversión de todos estos años?»). Algún sindicalista no dejó de señalar el contraste entre lo que ganan los trabajadores y los sueldos de la alta burocracia: «Él considera corrupción que un trabajador (…) quiera ganar tres mil bolívares fuertes, pero los magistrados y ministros ganan 25, 30 y 40 millones de bolívares de los viejos».
Algún otro apuntó, irónicamente: «Cuando yo vea al Presidente y a sus ministros mandando sus hijos a colegios bolivarianos, yo voy a mandar los míos también. Que arregle las escuelas públicas en lugar de criticar las oportunidades que hemos conquistado para los hijos de los trabajadores». ¿Qué diría Marx de una «revolución» que se ensaña contra la clase obrera?