El gran geómetra, por Teodoro Petkoff

Puesto que Yo-El-Supremo someterá a votación el paquete completo de la reforma, esta no se la debe discutir en sus detalles sino rechazarla en bloque, colocando el foco en lo que constituye su centro de gravedad: la presidencia vitalicia y su condición omnipotente, más allá de todo control y todo contrapeso. A mucha gente podría resultarle atractiva la idea de la jornada laboral de seis horas, otros verán con buenos ojos la retórica sobre empoderamiento popular, pero lo que no debe perderse de vista es el chuzo que viene detrás de la reelección indefinida y la concentración del poder en el puño del autócrata.
No faltará quien pregunte, generalizando abusivamente, que para qué no s sirvió la alternabilidad durante cuarenta años si cada nuevo gobierno resultó peor que el anterior. Los partidarios de Chávez deberían recordar, sin embargo, que gracias a la alternabilidad aquel pudo llegar al gobier no en 1998. Pero la más contundente respuesta a aquella pregunta proviene de Simón Bolívar, en 1819: “Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo, de donde se origina la usurpación y la tiranía”. Para 2012 Chávez tendrá catorce años en el mando. En la lógica del Bolívar del Congreso de Angostura, quien dijera aquello proponiendo, al mismo tiempo, periodos presidenciales de cuatro años sin reelección, catorce años suenan a una eternidad. Habría que imaginar qué habría pensado, entonces, El Libertador de un sujeto que se vende como su reencarnación y que pretende gobernar de por vida. Sobre todo porque cuando Bolívar se puso a desvariar con lo de la “presidencia vitalicia”, hacia el final de su existencia, salió con las tablas en la cabeza. Sus contemporáneos, comenzando por Sucre, le repitieron sus palabras de 1819. Por eso, por lo que dijera ese Bolívar de Angostura —y que es tan válido hoy como entonces—, es que debe ser rechazada categóricamente una reforma constitucional que aspira a “dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder”.
Ese “ciudadano” que ya controla de modo absoluto todos los poderes del Estado así como los derivados del parlamento, amén del Consejo Nacional Electoral y, por último, aunque, obviamente no menos importante, ha hecho de la Fuerza Armada una guardia pretoriana, un ejército de partido, a su servicio y no al de la Nación. Ese “ciudada no” quiere tapar las últimas rendijas que lo separan del poder absoluto. Con ese fin ha diseñado eso que pretenciosamente llama “la nueva geometría del poder”. A gobernadores y alcaldes pretende anularlos, superponiéndoles una superestructura de “territorios federales”, “municipios federales” y “ciudades federales”, dirigida desde Miraflores, con procónsules designados (y removibles al menor parpadeo) por él mismo. Una “nueva geometría”. Pero de hierro, para que no se le escape ni un átomo de poder.