El núcleo depredador, por Gregorio Salazar
Twitter: @goyosalazar
Días durísimos vivimos los venezolanos. Hay períodos en los que pareciera que las desgracias se ceban en una población que, además de abrumada por la angustia y la crispación, todavía no divisa la ruta de salida de este laberinto. Estas últimas semanas parecen formar parte de estos picos de la crisis.
Harto conocidos son los incontables padecimientos por el caos económico, político y social en el que el «proyecto bolivariano» sumió al país desde comienzos del siglo XXI. Pero en los últimos días han hecho nueva eclosión particularmente dos crisis humanitarias de profundo dramatismo: la diáspora y las emergencias por las lluvias.
Cada una va dejando un registro audiovisual doloroso, lacerante, de imágenes que quedarán incrustadas para siempre en el alma nacional. Y en el caso de la diáspora sin duda que ya constituyen un cuadro emblemático las imágenes imperecederas de esta etapa histórica de hundimiento sin término que ha vivido Venezuela en manos de quienes venían «a refundar la república».
En los recientes desastres naturales provocados por torrenciales aguaceros y el consecuente desbordamiento de los ríos que han arrasado con viviendas y decenas de vidas en varias regiones del país, intervienen una serie de factores acumulados a lo largo de muchos años, como los drásticos cambios demográficos operados durante décadas y la ocupación indetenible de terrenos o suelos riesgosos, peligros que ahora se ven potenciados por la crisis climática global.
Crisis, por cierto, a la que contribuyen crímenes ecológicos como el que el régimen adelanta en los 100 kilómetros cuadrados del llamado Arco Minero, destruyendo el 3% del pulmón vegetal mundial como lo es la amazonia venezolana. Ya pueden hablar de los dientes para afuera de su cruzada por «salvar el planeta» mientras depredan velozmente en búsqueda afanosa del «oro de sangre«, ese que le alivia las arcas a costa de barrer el ecosistema, patrimonio de los venezolanos de hoy y herencia para los del futuro.
Las otras imágenes que han llenado de luto y dolor a Venezuela son las que nos han dejado la travesía de la selva del Tapón del Darién, aventura a la que se lanzaron hombres, mujeres, niños y ancianos por millares, muchos de los cuales dejaron su vida ahogados en los ríos o en medio del laberinto de la jungla panameña, una de las rutas más peligrosas del mundo para emigrantes.
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Presenciando día tras día las fatales noticias de esa tragedia estábamos cuando el nuevo giro de la política migratoria de los Estados Unidos —que cierra las puertas a los inmigrantes por vía terrestre, justamente los más desvalidos, y abre una hendija para quienes tengan la suerte de conseguir quien lo avale desde el propio territorio norteamericano— vino a sembrar otro caos de grandes proporciones.
Ahora son decenas de miles de nuestros coterráneos devueltos de la frontera sur de los Estados Unidos y aventados en condiciones precarias a Centroamérica. Por allí se les ve abandonados a su suerte, durmiendo hambrientos y a la intemperie en las calles de Ciudad Juárez y de otras ciudades mexicanas que los recluyen precariamente en albergues temporales.
Fueron muchos los que vendieron todo lo que tenían en Venezuela para emprender ese éxodo. Quemaron lo que le restaba de sus maltrechas naves para buscar en el extranjero lo que se les hizo imposible en su patria: oportunidades de trabajo con una remuneración digna y suficiente para atender las más básicas necesidades de ellos y sus familias.
De la expresión de ambas tragedias, la cúpula gobernante no podía desaprovechar la oportunidad para quitarse chispas de la densa capa de lodo que le cubre el rostro y salir de su larga reclusión para presentarse en plan de los grandes dispensadores, los insustituibles «protectores», los todo corazón de pueblo. Pueden intentar la engañifa, regodearse en la demagogia, confundir con la manipulación, pero todos sabemos que ellos son el núcleo de la fuerza depredadora que destruye a Venezuela.
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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