El olor de Barinas, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
Los humanos somos sordos de las narices. Hasta un perro olfatea mejor que nosotros. De todos los sentidos, el que nos ayuda a comprender el mundo a través de los aromas, es el menos desarrollado. Como animales, nos diferenciamos porque somos los únicos que cocinamos. Sin embargo, comparados con nuestros compañeros de reino, somos los últimos seres vivos en orientarnos con la nariz para alimentarnos. No sabemos oler.
Tengo por costumbre oler todo lo que voy a comer o beber, incluso un plato servido en el más elegante restaurante, aunque muchos me tilden de mal educado. Igual cosa les he enseñado a mis hijos. Sigo así mi instinto natural.
Todo lo alimentario que nutre está dentro de nosotros convertido en moléculas volátiles de la materia que respiramos, que son las que provocan emociones con la evocación. Si no, que lo diga Marcel Proust con sus magdalenas remojadas en una taza de té o ese jugo de naranja recién exprimida y su reflexión sobre los misterios de la vida.
Me acabo de enterar que el universo sensorial que nos envuelve se inició hace catorce mil millones de años, mucho antes incluso que nuestro planeta tierra. Nació con las estrellas. De ellas nos vienen los olores, de la combinación de dos o más moléculas a partir de las cuales nace lo que nos apetece o nos da repugnancia. “Las moléculas –dice McGee– forman nuestro mundo, son la sustancia de prácticamente todo lo que podemos ver, tocar, gustar y oler. El olfato es más versátil que el gusto. Está menos limitado, es más amplio, más específico y más sensible. Y da mucha más información, porque los objetos del mundo están constituidos por muchos tipos de moléculas diferentes, muchos más que las docenas que puede percibir el gusto”.
¿A qué huele el universo? Si le preguntamos a un astroquímico, nos dirá que a ácido sulfídrico, amoníaco, ozono, metanol, etileno, metanotiol y un largo etcétera a partir de átomos y moléculas que flotan en el espacio. Para hacerlo comprensible a los legos como yo, la respuesta correcta sería que huele a repollo, huevos, ajo, cebollas, carne asada, café, queso, salame, pescado, manzana, vodka y prácticamente todo lo que comemos y bebemos ya que ambos escenarios comparten los mismos elementos, solo que cambian al entrar en contacto con el oxígeno, transformando en placentero lo desagradable.
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Los olores terrenales se originaron en el espacio pero fue aquí donde se transformaron y se hicieron atractivos, deseables, embriagadores, incluso en forma de vinagre, quesos añejados o cenizas. Lo que surgió de la nada se hizo familiar con todo su universo de evocaciones, de ahí lo atractivo y emocionante que resultan cada vez que añoramos lo comido y compartido en una mesa. Porque la comida es eso, una sensación.
¿A qué nos huele Venezuela? Si me lo peguntan, diría que a mastranto si andamos en el llano, a café recién tostado si subimos a los Andes, a mango maduro en cualquier parte en el mes de mayo, a tajadas de maduros fritas en Zulia, a papelón a punto de temple donde quiera que haya caña, a cilantro recién cortado después de la lluvia, a cacao fermentado en Paria, a leña ardiendo en espera de la ternera acabada de sacrificar, a leche fresca convertida en queso, a ají margariteño, a tequeño friéndose en el caldero, a guiso de hallacas en diciembre, a ron con los amigos.
El olor en la literatura lo inmortalizó William Shakespeare cuando convirtió en tendencia perenne aquella frase de #AlgoHueleMalEnDinamarca, dicha en boca de Marcelo y no de Hamlet como se piensa, para resaltar lo podrido y sucio del mal gobierno en el reino. Invirtiendo la metáfora, hoy podemos decir que #AlgoHueleBienEnBarinas.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.