El paciente limeño, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“Juro por Apolo el médico, por Hygeia, por Panacea y por todos los dioses y las diosas, que he de ser fiel a este mi juramento hasta donde tenga yo poder y discernimiento”
Hipócrates de Cos, c. 450 AC.
“…y yo todavía no sé odiar…”
José Martí. Carta a Leonor, La Habana, mayo de 1894.
Una vieja película del laureadísimo cineasta ítalo-británico Anthony Minghella (The english patient, 1996) suele servirme de caso de estudio cuando al inicio de cada curso de semiología médica descubro a mis estudiantes el complejo ámbito de la toma de decisiones a la cabecera del enfermo en contextos difíciles, como el de la Venezuela actual. Porque es en tales contextos en los que se pone de manifiesto la insuficiencia de muchas pretendidas verdades técnicas e imponen su peso, a veces insoportable, los mas apretados dilemas éticos.
El filme de Minghella narra la historia de una enfermera canadiense en el norte de África, durante la última guerra mundial, a cuyo cargo queda un desconocido con extensas quemaduras tras sobrevivir a un accidente de aviación. A falta de documentos de identificación, a aquel pobre sufriente le llamaron, simplemente, “el paciente inglés”. Se dispuso ella a cuidarle del mejor modo que pudo, incluso en medio de muy duras circunstancias. Y cuando fuera increpada por los suyos precisamente por su abnegación tratándose de un desconocido, aquella recia mujer respondió con vehemencia: “Because I am a nurse!”.
La ética del cuidado al enfermo es así, radical. No admite dobleces y sus mandatos van mucho más allá de aquello que se tiene por “políticamente correcto”
Tampoco puede reducírsele a manuales de deontología ni a meras leyes positivas, pues el supremo interés del enfermo a nuestro cargo siempre ha de ponerse a salvo de juicios utilitarios y de relativismos moralmente inaceptables. En estos mustios tiempos postmodernos en los que nos ha tocado vivir, no pocas veces se relega al sagrado del principio de la beneficencia, suprema guía de quien cuida de un enfermo, al listado de valores prescindibles o demodés. A ello, los médicos estamos obligados a responder con toda contundencia.
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Sucedió hace algún tiempo aquí, en mi hospital. Se trataba de un hombre de cierta edad. Su tez broncínea y la prominencia de su puente nasal me hicieron evocar la fisonomía característica de los habitantes originarios del antiguo Tahuantinsuyo. El pobre acusaba una intensa dificultad para respirar. Haciendo gala de la más pura semiología aprendida de nuestros maestros, de inmediato intuimos la causa del problema: se trataba de un masivo derrame pleural, acumulación de líquidos en el espacio entre las dos hojas de la pleura que impide la expansión del pulmón hasta ahogarle.
Fue así como con el único apoyo de un maltrecho ecosonógrafo, de esos que en los hospitales venezolanos funcionan bajo el principio del “dale ahí pa´ver”, pudimos confirmar nuestras sospechas y proceder a insertarle un tubo de drenaje que permitiera evacuar aquel funesto acumulo de líquidos. Por el tubo brotaron un par de litros de viscosa materia sanguinolenta.
El aguzado ojo del patólogo nos reveló la verdad más terrible tras el caso: y era que aquél fluido manaba de la superficie de un infausto tumor que crecía en lo profundo del pulmón de nuestro enfermo. ¡Ominoso hallazgo aquel, conocido como es el pobre pronóstico del tumor pulmonar cuando aparece el temido derrame!
Por lo pronto hemos podido aliviarle la angustia derivada de la terrible experiencia de no poder respirar. Reservado y taciturno, nuestro paciente nos ha contado su historia. Llegó a Caracas desde su natal Lima hace casi 50 años. En el Perú de entonces eran los tiempos del militarismo comunista del general Velazco Alvarado. Los matones del temible “Sistema Nacional de Movilización Social” (por sus siglas, Sinamos), antecedente cercano de los “colectivos” chavistas, sembraban el terror a fuerza de hambre y de garrotazos en todo aquel que se atreviera a disentir.
La dictadura de Velazco Alvarado destruyó a toda una generación de peruanos, muchos de los cuales encontraron refugio aquí, entre nosotros. En Caracas, nuestro paciente se hizo de un trabajo y formó familia.
Y como a tantos otros de venezolanos por elección, tócale hoy vivir el duro trance de ver de vuelta el terrible infierno del que un día creyó haber escapado.
Más allá de estadísticas y de pronósticos, nosotros hemos decidido cuidarle y ver de él hasta donde tengamos, como mandara el gran médico de Cos hace 2500 años, “poder y discernimiento”. Entre tanto, dolorosas noticias nos llegan desde el querido Perú, donde parece haberse arraigado un fuerte sentimiento antivenezolano.
Hace poco leímos del caso de un compatriota inmigrante en Lima, quien tras recibir una herida punzopenetrante en el tórax no tuvo más opción que recorrer de vuelta más de 4 mil kilómetros hasta Caracas para finalmente terminar expirando sobre una mesa de operaciones ¡en el Hospital Vargas!. Para él no hubo asistencia médica alguna allá. Como también supimos del caso de otro venezolano, músico popular, que cayera vencido por la sepsis a causa de una peritonitis que paseó por todos los hospitales de Cúcuta sin que pudiera acceder a auxilio médico.
La explicación destacada en la prensa nortesantanderina decía que el infortunado “no tenía tarjeta sanitaria”. En diciembre pasado recibimos en estas mismas salas a un joven venezolano prácticamente deportado de Panamá tras serle diagnosticada una tuberculosis. “Ni se imagina Ud. cómo me humillaron, doctor”, se lamentaba entre sollozos un hombre cuyo único delito había sido estar enfermo. Así le trató Panamá, único país en el mundo con el oscuro palmarés de haber visto pasar por sus calles marchas y concentraciones contra la inmigración venezolana.
País, por cierto, al que Venezuela acompañara como pocos, hace 40 años, en medio de su tenaz reclamo por la soberanía sobre su canal interoceánico, la vergonzosa “Quinta Frontera” que trazaron los “zonies” . Contra todo ello Venezuela en su día alzó la voz, movilizando a su diplomacia en procura de las negociaciones que habrían de conducir, finalmente, a la firma de los tratados Torrijos-Carter.
Venezuela sufre hoy doblemente ante la tragedia de muchos de sus hijos sometidos al desprecio de tantos a los que, en otros tiempos, tanto dimos: sufre al saberlos lejos, pero sufre sobre todo al saberlos sumidos en el mayor de los desamparos
Paradójicamente, ha sido en los confines de América –Chile, Argentina– cuando no en la lejana Europa y hasta en el Norte donde la Venezuela peregrina ha sido recibida con dignidad. Pero que la dura bofetada del mundo no mute nuestra casta de gente solidaria. En lo que nos toca, aquí estaremos.
Esa ha sido nuestra elección: permanecer al lado de este buen hombre llegado desde los barrios pobres del norte de Lima un lejano día de 1969; “aguantar la pela” junto a él y a todos estos sufrientes, incluso con lo poco que tengamos que ofrecerles.
Así lo enseñamos a nuestros alumnos porque así lo aprendimos lo mismo de nuestros venerables maestros que de los dos siglos y medio de tradición médica de la que somos hijos
Acompañaremos a nuestros enfermos con lo mejor de nuestras capacidades y aún con los precarios medios de los que dispongamos porque así nos lo manda la dos veces milenaria norma hipocrática.
Y lo haremos sin mirar pasaportes ni visados y sin atender a nada como no sea su supremo interés. Los venezolanos jamás pagaremos con la misma moneda. Porque, como el apóstol de la libertad cubana, veinte años de chavismo nunca nos enseñaron a odiar. Nosotros no somos así
Referencia:
Villasmil, G. La Medicina en los tiempos de la postmodernidad. Med Interna (Caracas), 2010; 26 (2): 91-96.