El pectoral de Su Eminencia, por Gustavo J. Villasmil
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«Dame tus cansados, tus pobres,
Tus masas hacinadas anhelando respirar en libertad,
El desventurado desecho de tus rebosantes playas.
Envíame a estos, los desamparados, sacudidos por la tempestad.
A mí, yo levanto mi faro junto a la puerta dorada».
Emma Lazarus, «El nuevo Coloso» (1883)
Al cardenal Michael Czerny le vimos recorriendo, calzadas botas de goma, los barriales de Paiporta tras la trágica DANA de octubre de 2024. Hasta allá fue a dar como emisario papal, presencia en absoluto simbólica dado el papel que en la mitigación de la catástrofe está jugando la Iglesia a través de Cáritas. Titular de la diócesis de San Michele Arcangelo, en Roma, este jesuita canadiense de origen checo fue creado cardenal por Su Santidad Francisco en octubre de 2019, siendo designado como prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral años más tarde, en 2022. Desde tan alta posición dentro de la Curia Romana, el cardenal Czerny se ocupa de problemas globales tan complejos como el de la atención sanitaria, la ecología y uno que nos atañe a nosotros directa y dolorosamente: el de los migrantes.
Los videos transmitidos por los medios españoles mostraban al clérigo de larguirucha estampa chapoteando en el lodazal de la «zona cero». Vestido apenas con una especie de guayabera de color gris, de su cuello pendía, conmovedor, un pectoral episcopal muy distinto a las elaboradas obras de orfebrería que suelen lucir muchos purpurados. Estaba hecho de madera cubierta con pintura color naranja, restos de alguna precaria embarcación que naufragara en plena travesía por el Mediterráneo tratando de alcanzar la isla italiana de Lampedusa con su sufrido pasaje de inmigrantes en huida desesperada de la pobreza más atroz a bordo.
En el centro de aquella curiosa cruz destacaba, a manera de dolorosa recordación del drama humano de la migración, un retorcido clavo de hierro. La simbología que emanaba de tan sencilla prenda no podía ser más poderosa, pues en su modestia estaba representado en el drama de los emigrantes, el mismísimo Cristo de estos tiempos.
60 mil migrantes a bordo de pateras lograron alcanzar las costas de Canarias, en tanto que los cuerpos de otros 10 mil yacen en el fondo del mar. La Europa envejecida y edéntula no los quiere por pobres y, además, por negros. Muy lejos de aquel drama, en otra geografía, discurre otro similar: atravesando selvas y desiertos marchan otros pobres; pobres de piel broncínea, prestos a echarse a las aguas del Río Grande o a saltar algún remoto cercado para por fin cruzar la frontera que los separa de Estados Unidos. Confundidos entre ellos van miles de compatriotas venezolanos, que ahora mismo son objeto de una cacería inhumana acusados de delincuentes.
De los 800 mil venezolanos que se estima haya en territorio estadounidense – hay quien asegura que la cifra pasa del millón 500 mil–, no menos de 300 mil acogidos al llamado «estatus de protección temporal» (TPS) desde 2023 están hoy poco menos que «guindando». De todos, la proporción de malandros escasamente llega al 0,04 por cien. Pero el señor Trump les ha impuesto el moquete delincuencial a todos. La tesis del «enemigo interno» – en este caso, el inmigrante– todavía da de sí, al extremo de que incluso tan insignificante porcentaje basta cuando de lo que se trata es de fundamentar una mentira que eche sobre los hombros de otros la culpa propia. No es cosa nueva: los nazis lo hicieron hace no mucho, en 1933.
El argumento de marras formó parte de la narrativa de campaña con la que Donald Trump arrasó en las elecciones de noviembre pasado. La cosa luce muy clara: el sueño americano no es para emigrantes pobres, mucho menos de piel oscura.
Se entiende entonces que la condición de migrante no haga elegible a nadie salvo a gentes como la doña Melania, cuyo origen esloveno le quedaría perdonado dada su muy vistosa condición de rubia. Mi generación llegó a conocerla muy bien, más no por obra intelectual o talento especial alguno, sino por su recordada aparición en la portada de una famosa revista para caballeros. Ninguna duda cabe: en lo que respecta a Estados Unidos, estamos ante lo que Evans et al., en editorial de junio de 2020 publicada en el New England Journal of Medicine, definieron como una sociedad «estructuralmente racista». Ni el discurso de Gettysburg, el legado del gran Martin L. King o la presidencia de Obama han logrado cambiar tan vergonzoso hecho.
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África e Iberoamérica se han convertido en infiernos sin futuro de los que las nuevas generaciones ansían escapar. Pero para ellos Estados Unidos y Europa solo ofrecen vitrinas a las cuales asomarse, jamás puertas que se abran con generosidad. Al racismo de siempre se suma ahora el horror al pobre – la aporofobia– denunciada por Adela Cortina. Los pobres y los cansados del poema de Emma Lazarus grabado en bronce en el pedestal de la estatua de la «Libertad iluminando al Mundo» – la Estatua de la Libertad, allá en neoyorquina isla de Bedloe– ya no son bienvenidos ni a Estados Unidos ni a Europa. El Occidente blanco, ese que declara al viento su adhesión a los valores de la cristiandad, no quiere rostros morenos en sus calles, como tampoco cristos cargando sobre sus hombros la pesada cruz de la miseria.
Pero ya nos lo ha dicho claramente Su Santidad Francisco en una de sus audiencias generales de agosto pasado:
«…hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los emigrantes. Y esto, cuando se hace con conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave»
El pecado en Occidente se ha convertido en estructura y más aún, en cultura. En estos tiempos, hasta por suplicar misericordia por los que sufren tiene uno que pedirle perdón al poder, como lo denunció la ministro episcopaliana Mariann Edgar Budde tras espetarle desde su púlpito en Washington sus verdades al fanfarrón 47º presidente. Ante tamaño poder, a los creyentes no nos queda sino oponer la muy superior fuerza del Crucificado. El cardenal Czemy, con su ministerio, nos lo está reafirmando.
Referencia:
Evans MK, Rosenbaum L, Malina D, Morrissey S, Rubin EJ. Diagnosing and Treating Systemic Racism. N Engl J Med. 2020 Jun 10;383(3):274-276. doi: 10.1056/NEJMe2021693.
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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