«El poder absoluto corrompe absolutamente», por Humberto García Larralde
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La conclusión de Lord Acton, recogida arriba, es axiomática: en ausencia de contrapesos, quien ostenta el poder puede hacer lo que le da la gana. Y el poder absoluto se define, precisamente, por eso, por la ausencia de contrapoderes que lo limiten.
La famosa máxima del historiador y político inglés partía de señalar, como se sabe, que el poder en sí tiende a corromper. De ahí la importancia decisiva de erigir instituciones que lo acoten, hagan inviolables los derechos ciudadanos y obliguen a la rendición de cuentas y a la transparencia de la gestión de los poderes públicos.
En una democracia auténtica, en la que reina el equilibrio de poderes independientes, conforme a la fórmula de Montesquieu, y existen medios de comunicación libres y una ciudadanía protagónica, tiende a reducirse al mínimo las posibilidades de cometer atropellos, y a expandirse al máximo las garantías y libertades individuales.
Y es aquí donde se desnuda el régimen de Maduro. En apenas una semana ha condenado a ocho años de prisión a Juan Requesens, acusándolo –sin prueba alguna—de tener participación en el supuesto atentado del dron, ese que puso a correr a sus chafarotes; ha anulado, de un solo plumazo, conquistas laborales fundamentales, cercenando el pago de vacaciones y bonos a los empleados públicos, incluidos los profesores universitarios, a pesar de contemplarse en los respectivos contratos colectivos; y, para mayor ridiculez, el fiscal en funciones, Tarek William Saab, emite una orden de captura a la periodista Carla Angola por una opinión emitida en una entrevista en EE.UU.
Si a eso se le añade la prisión sin juicio de Roland Carreño y de Javier Tarazona, como de centenares de presos políticos por el hecho de ser críticos del régimen; el bloqueo de fuentes independientes de información en la red; y el atropello de los cuerpos represivos del Estado en barrios populares o en zonas fronterizas —entre otros desmanes—, tendremos una aproximación a los horrores asociados al ejercicio, sin freno, del poder.
Porque la corrupción a la que se refería el barón inglés no se restringe a las marramuncias que pueden cometerse con los dineros públicos. Ataña directamente a la condición humana. Es la degradación del espíritu de aquellos que, por creer que disfrutan de un poder ilimitado, desprecian a quienes no son sus acólitos para maltratarlos cruelmente.
Desaparece toda referencia moral y ética como criterio de convivencia civilizada entre quienes divergen en sus gustos, preferencias y opiniones, para dar paso al ejercicio desnudo de la fuerza contra quienes, al haberse destruido el Estado de derecho, se encuentran desamparados ante las arbitrariedades de los poderosos. Y esta crueldad se exacerba si quienes la ejecutan se sienten inspirados por una misión trascendental que los sitúa por encima del bien y el mal.
Ese fue, quizás, el mayor crimen que pudo haber cometido Hugo Chávez. Con su lenguaje de odio y descalificación, convenció a sus huestes de que quienes discrepaban no tenían derecho a ser tratados como iguales. Hizo del adversario político legítimo, un enemigo irreconciliable. Su pecado, no haber sucumbido a las soflamas patrioteras de quien se proyectaba como heredero del Libertador y someterse, sin chistar, a su liderazgo. La demolición de las instituciones democráticas y el uso “persuasivo” de la violencia por parte de sus camisas rojas, en un contexto de militarización creciente del quehacer político, desembocó en un régimen neofascista, animado por la consigna “patria, socialismo o muerte”.
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La prédica militarista-patriotera, reforzada luego con la asimilación de algunos mitos del comunismo castrista, forjó el apego de sus partidarios a un pensamiento único, cuidadosamente cultivado por Chávez. El culto a su persona y la erección clara de un enemigo “mortal” –el imperio estadounidense—le pasó la aplanadora toda idea independiente al interior de sus filas. Con formulaciones maniqueas simplistas, amalgamó a sus fieles tras de sí, eliminando todo posible contrapeso. El poder creciente de Chávez tuvo como único freno su propia percepción de la conveniencia política de emprender algunas acciones; hasta dónde tenía sentido llegar en su proceso de desmantelamiento institucional.
Maduro, sin la ascendencia de su mentor, se aferró a su legado para permanecer en el poder. Acentuó la corrupción de contingentes del alto mando militar ofreciéndoles oportunidades de lucro de todo tipo para amarrarlos, como cómplices en el despojo de la nación, a su gobierno. El constructo ideológico con que se quiso “legitimar” este despojo —que es en lo que se convirtió la llamada “revolución” bolivariana— hizo que algunos de militares se creyesen el cuento de ser herederos del ejército libertador y, por tanto, propietarios exclusivos de Venezuela.
Se forjó un Estado patrimonial, amparado en un Poder Judicial obsecuente y también cómplice. Al desatar una mayor represión y extender las prácticas de terrorismo de Estado, se ha afianzado en sectores del chavo-madurismo la percepción de que su poder carece de contrapesos. A ello han ayudado los errores que impidieron a las fuerzas opositoras mantenerse como opción clara de poder. Internacionalmente apuestan a Putin, con la esperanza de que, con su apoyo, los desembarace de las reglas de juego que castigan a sus prácticas gansteriles. Y, con la toma de posesión de Petro en Colombia, se ilusionan de contar también con su anuencia ante los desmanes cometidos.
El patrimonialismo instaurado lleva a un personaje tan emblemático como Diosdado Cabello a alertar a Repsol y a ENI que, si bien ahora tienen licencia para exportar crudo venezolano a Europa y cobrarse sus acreencias con Pdvsa tienen que “dejarles alguito para el café”.
Maduro, les entrega 10.000 km cuadrados (un millón de hectáreas) a sus “panas” iraníes para cultivo, amén de condonarle la deuda a países del Caribe que compran petróleo venezolano. Adicionalmente, la asamblea oficialista aprueba una ley de Zonas Económicas Especiales que le confiere la discreción al presidente y a otros jerarcas de decidir quién (o quiénes) pueden beneficiarse de los incentivos provistos. Y los ejemplos siguen. Es en esta veta que las ministras de Educación y de Educación Superior le pasan por encima a los contratos colectivos de profesores y empleados, como al principio de progresividad del derecho, para rebajarles sus remuneraciones. Y los hermanos Rodríguez, violando descaradamente la autonomía universitaria, hacen levantar un monolito a la memoria de su padre en terrenos de la UCV (“Tierra de Nadie”) como si fueran de ellos, sin pedir permiso a las autoridades correspondientes.
Y todo ello ocurre cuando, aparentemente, se adelantan medidas orientadas a una mayor liberación de las fuerzas de mercado: la “normalización” de la que quiere beneficiarse Maduro. Pero todo paso en esa dirección implica ofrecer alguna garantía a los agentes económicos, si se quiere que funcione. La manifiesta incongruencia con el ejercicio de poder sin restricciones comentado arriba, lleva a pensar que hay confusión e intereses contrapuestos en juego en el seno del chavo-madurismo.
La ausencia de contrapoderes institucionalizados obliga a las fuerzas democráticas a ejercerlos por la vía de hecho. Es la verdad de Perogrullo que tanto atormenta a la oposición: el deber de constituirse en fuerza, en un poder efectivo, con capacidad de arrebatarle al oficialismo las garantías que permitan afianzar posibilidades para la apertura democrática y para proveer oportunidades de sustento digno a los venezolanos. No hay otro camino que acompañar a los distintos sectores en sus luchas, procurando que sus objetivos particulares se concatenen en una plataforma política que apunte a la restitución de los derechos fundamentales de los venezolanos, tanto en el plano político como en el económico y el cultural. Sin transformarse en esa fuerza, en ese contrapoder, Maduro no accederá a realizar elecciones confiables, más cuando los EE.UU. y la UE tienen, claramente, prioridades más importantes que atender.
La escogencia de un candidato unitario a través de primarias debe convertirse en un paso decisivo en la construcción de esa fuerza. Es menester hacerlo al calor de una discusión fructífera en torno a las reivindicaciones económicas y políticas del momento, que se plasme en una narrativa que la gente haga suya y se movilicen para su concreción. Quizás sea la mejor forma de visualizar la cohabitación a que se refiere el Secretario General de la OEA, Luis Almagro. Aprovechar los amagos de apertura de Maduro para exigir los derechos sobre los que tendría que fundamentarse para ir ganando la confianza de la población como alternativa viable de poder, garante de que se restituyan las libertades democráticas y el Estado de Derecho. Las elecciones de 2024 y, mucho menor, el triunfo de la oposición, están dados.
Humberto García Larralde es economista, Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
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