El precio de perseguir opositores, por Simón Boccanegra
La concesión de asilo a Manuel Rosales, por parte del gobierno peruano, vuelve polvo el canallesco argumento que ha utilizado el chacumbelato para perseguir al dirigente opositor. Es el país que concede el asilo el que califica al solicitante. En este caso, es el gobierno peruano y no el venezolano, el que define si el perseguido lo es por razones políticas o no. El mero otorgamiento del asilo significa que el gobierno peruano ha considerado, sopesando los hechos y la documentación recibida, que contrariamente a lo que sostiene el chacumbelato, Manuel Rosales sí es un perseguido político y no un delincuente común. Eso explica el ataque de mal de rabia que le ha dado a Nicolás Maduro y el berrinche que armó. Toda la patraña y el montaje se han venido al suelo y el chacumbelato ha quedado en calzoncillos ante la comunidad internacional.
Nadie duda que se trata de un gobierno que persigue y hostiliza continuamente a sus opositores, que criminaliza la actividad política y/o sindical; un gobierno que cada día deja ver más claramente su talante despótico. Creían sus esbirros que bastaba con que ellos señalaran a Rosales como «corrupto» para que sus palabras fueran aceptadas como moneda de buena ley por el gobierno peruano y por la opinión pública internacional. Nunca se pasearon por lo que es una verdad obvia para cualquier latinoamericano: todos los gobiernos que persiguen a sus opositores los acusan de delitos comunes, nunca van a admitir que lo hacen por razones políticas. Poco antes de que se iniciara la cacería contra Rosales, un viejo amigo, ahora embajador de su país en Cuba, me confiaba que, hablando con altos funcionarios del chacumbelato, les había observado que el enjuiciamiento de quien había sido candidato opositor, gobernador del Zulia y luego alcalde de Maracaibo, iba a tener un alto costo político para el gobierno. Bueno, ya comenzaron a pagar.