El uso excluyente del concepto de «mayoría», por Marino J. González R.
El concepto de «mayoría» está involucrado en la práctica de la democracia. Si se asume que cada ciudadano tiene un voto (expresión de su voluntad), entonces, la mayoría de los votos resuelve el problema práctico de la decisión a tomar. Sencillamente se cuentan todos los votos, y aquella posición que obtenga la mayor cantidad es la seleccionada.
Se puede ser más exigente porque muchas veces la mayor cantidad de votos, especialmente si hay muchas alternativas, puede resultar en aprobación de opciones con 20% de los votos, por señalar una referencia. Para estos casos se definen «mayorías» más estrictas, por ejemplo, la mitad más uno de los votos (llamada también mayoría absoluta), o incluso más exigentes como la mayoría de dos tercios. En las elecciones de cargos ejecutivos y legislativos se puede incluir la doble vuelta, para que queden solo dos candidatos, con lo cual la posibilidad de alcanzar más del 50% de los votos es más alta. De esta manera, el candidato electo obtiene una mayor proporción de apoyos que la que tenía en la primera vuelta.
Todo lo anterior está muy bien cuando antes de la elección existe un acuerdo en que la opción perdedora será respetada y considerada en el marco de la mayor amplitud democrática. Los problemas aparecen cuando una mayoría (por ejemplo, de 50,1% de los votos), utiliza esta ventaja para actuar de manera excluyente con respecto al 49,9% restante.
Esta exclusión puede tener múltiples causas, pero sus consecuencias son siempre las mismas: el deterioro de la calidad de la democracia. Varios ejemplos lo pueden ilustrar.
En Venezuela, en 1998, el gobierno que resultó en las elecciones presidenciales de diciembre de ese año obtuvo poco más de 57% de los votos. Sin embargo, de acuerdo con esos resultados (es decir, el uso de la mayoría) se aprobó un sistema electoral (para la elección de la Asamblea Constituyente de 1999), que excluyó la representación proporcional del 40% de la población que no había votado por el candidato electo. Esto explica que en esa Asamblea Constituyente la mayoría del 60% obtuviera el 92% de los diputados. Esa exclusión originaria explica mucho de lo que pasado en Venezuela desde 1999.
En Chile, en pocas semanas se votará por segunda vez (la primera fue en septiembre de 2022) un nuevo texto constitucional. El primero no fue ratificado porque la mayoría de la Convención Constitucional no se reflejó, afortunadamente, en el resultado del plebiscito de salida. Si se hubiera aprobado la nueva constitución por 51% de los votos, casi la mitad de la población no la hubiera considerado como suya. En pocas semanas (17 de diciembre) se puede repetir esta situación. Este segundo texto también puede ser rechazado, esta vez por aquellos que votaron a favor en la primera propuesta de constitución. Como resultado, Chile habrá perdido dos oportunidades para aprobar una constitución que represente los intereses y expectativas de los ciudadanos.
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El tercer caso está vinculado con las recientes elecciones generales en España. La opción que obtuvo la mayor cantidad de curules no alcanzó la mayoría absoluta. En consecuencia, no pudo conformar el gobierno. La segunda opción puede alcanzar la mayoría absoluta, pero con una diferencia de solo 7 escaños (sobre 350). De manera que podría formar gobierno, en la llamada «nueva mayoría social», con el objetivo de imponerse a la opción que tiene la proporción más grande de curules.
En los tres casos señalados, las normas permiten a tales «mayorías» utilizar procedimientos institucionales para excluir a grandes sectores de la población, estén expresados en votos o en curules parlamentarias. En la práctica, estas mayorías se convierten en agentes de exclusión, amparados en normas que degradan el sentido de la democracia.
Todo lo anterior lleva a preguntarse sobre las alternativas para evitar que se imponga una especie de «tiranía de la mayoría». Una primera respuesta es que antes que las normas están los acuerdos, muchos de ellos basados en la confianza y en la convicción de que solo es posible construir democracias sólidas y funcionales a través de la construcción de la mayor cantidad y calidad de consensos.
Ejemplo de ello son las oportunidades en que gobiernos con amplias mayorías, con facultad para aprobar normas de manera unilateral, se preocupan más bien por alcanzar amplias franjas de apoyo. Porque en el fondo está la visión de que son los acuerdos los que generarán la sostenibilidad de las políticas públicas. Un ejemplo paradigmático es la aprobación de la Ley General de Sanidad de España en 1986, en el cuarto año de la legislatura de un gobierno con mayoría absoluta, pero que se preocupó por incorporar la mayor cantidad de apoyos. Lo cual puede explicar que los cambios impulsados por la ley se hayan mantenido por casi 40 años.
También se pueden explorar otras normas que reduzcan los riesgos de mayorías excluyentes, como, por ejemplo, aumentar el requerimiento de aprobación a los dos tercios (66%) de las curules para la formación del gobierno, o que las constituciones sean aprobadas con un porcentaje alto de apoyo (por ejemplo, 80% de los votantes). Sin embargo, antes que las normas, pareciera ser que lo más sostenible es la vocación de los actores políticos por la permanente construcción del nivel más alto de consensos. Lamentablemente, en la actualidad los liderazgos no están concentrados en construir tales consensos.
Las consecuencias de esta ausencia la viven los ciudadanos en inestabilidad, deterioros de su bienestar, y afectación de la convivencia. Son los perniciosos efectos de las mayorías excluyentes.
Marino J. González es PhD en Políticas Públicas, profesor en la USB. Miembro Correspondiente Nacional de la Academia Nacional de Medicina. Miembro de la Academia de Ciencias de América Latina (ACAL).
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