En los inicios, por Marcial Fonseca
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En verdad que el comisario F. Seamol, (se pronuncia [simol]), llegó a ser uno de los detectives más famoso del país. Pero no siempre fue así. En sus comienzos, como en cualquier profesión, hubo torpezas.
Todos conocemos sus éxitos. Su punto de quiebre lo constituyó la investigación del caso conocido en la prensa como Habitación 26. Este le dio la oportunidad de imbricar perfectamente su trabajo policial con una investigación sobre el género literario detectivesco, ya que la clave del crimen estaba en una biblioteca con una plétora de famosos del mundo policial.
El Comisario tuvo que leer obras de Chandler, Highsmith, Hammet, Conan Doyle; cuentos de Chesterton, Peyrou, Kemelman, Faulkner, Allan Poe y H.B. Domeq; pero fue Borges quien le dio el derrotero para develar la causa de la muerte ocurrida en la habitación de un hotel capitalino gracias a que una de las sospechosas alardeó mucho de su conocimiento de un cuento del sureño y que fue la inspiración para la venganza de la esposa engañada. Ella averiguó cuando el marido estaba en el hotel con la amante y llamó a la policía con la excusa de que habían puesto una bomba, el propósito era exponerlo al escarnio público; lamentablemente hubo una muerte accidental; y la venganza se convirtió en un homicidio preterintencional.
Otros dos grandes éxitos siguieron al anterior. Uno fue la muerte de un alto ejecutivo de una empresa estatal, aquí desenmascaró una forma muy sutil de corrupción con el tráfico de pasantes universitarios; el otro, llegar al meollo de un crimen simplemente por la presencia de tinta de periódico en los dedos de la víctima, pero no había prensa en la escena del crimen.
Ahora, como todos en sus inicios, Seamol cometió novatadas en que unas veces o no había acusado o este era imputado por una causa menor; y a veces hasta libre quedaban. Un ejemplo de este último ocurrió así:
Un lunes por la noche, en una Caracas amodorrada, un policía iniciaba su primer recorrido luego de intensos meses de entrenamiento. Todo el fin de semana estuvo celebrando con sus familiares y amigos la culminación del curso de un semestre en la Academia Policial Metropolitana. En su primer día de trabajo, con la fresca brisa caraqueña y sin la presión de los instructores, quería probar lo aprendido. Por eso, cuando la viejita le dijo que había un joven sospechoso apoyado en un lujoso carro, se dirigió hacia él, y desde atrás llamó su atención para que se volviera; este se giró y al ver al agente, salió corriendo. En sacar el revólver con gran destreza, en disparar y a continuación radiar para informar de que probablemente había matado a un presunto ladrón, el agente demostró que sí había asimilado las lecciones.
En las pesquisas de rigor, lo primero que salió a la luz pública es que el edificio donde vivía el policía era también residencia, desde hacía cuatro meses, de la víctima. Para Seamol, que vivieran en el mismo edificio fue una mera coincidencia y no hubo consecuencias graves para el agente. Pero yo, como autor omnisciente, y supongo que los lectores avezados tendrán sus sospechas, les cuento. El detective pudo haber descubierto la verdad mediante un interrogatorio despiadado; y es que en realidad, si hubieran escondido la foto que estaba en la mesita de noche cuando el joven hacia sus visitas furtivas, hoy estaría vivo. Aficionados de historias policiales, fíjense que la hoy víctima se mudó al edificio cuando el agente ya tenía dos meses en la Academia, por lo que este no conocía al joven; pero este sí reconoció al agente por la foto. La esposa infiel se quedó con su policía, y este escapó de una acusación de homicidio.
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Para terminar, vayamos al fiasco mayor de Seamol. Estando trabajando en Barquisimeto le asignan la investigación de un robo de una estación de servicio en Duaca. Del interrogatorio se obtuvo una buena descripción del delincuente como para hacer un aceptable retrato hablado. Luego, el comisario revisó los expedientes de la Delegación de Barquisimeto y consiguió un buen sospechoso; el detective dispuso hacer una rueda de reconocimiento. Para ello seleccionó a cuatro hombres de Duaca al azar y los trasladó a la capital de Lara; allá los colocó junto con el sospechoso para ver si el empleado de la estación de servicio reconocía a este.
Seamol estaba muy ufano, corrió la cortina que cubría el vidrio espejado unidireccional y le dijo al testigo que se tomara su tiempo, y que viera si el ladrón estaba entre esos cinco hombres. El empleado estaba atónito, no creía lo que estaba viendo; el comisario estaba contento. «Puede decirme si el que asaltó la estación de servicio es uno de estos hombres», preguntó Seamol. «Mire… mire…, na guará vasié, entocej. Tiene que ser el número trej porque el número uno ej el que vende El Impulso en Duaca, el siguiente ej el carnicero, el cuarto… el único mecánico que tenemoj en el pueblo y el quinto trabaja en la bodega de Segundo».
Demás esta decir que la rueda de reconocimiento fue nula.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor.
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