Gimnasia con magnesia, por Humberto García Larralde
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La semana pasada se realizaron las elecciones en los países miembros para elegir representantes ante el parlamento de la Unión Europea. Quedó dibujado un espectro amplio de preferencias políticas, desde la extrema izquierda pasando por el centro hasta la extrema derecha, algo crecida en algunos países, aunque los analistas no dejan de señalar una escisión entre ellos a nivel europeo.
Pero, más allá de lo que puede significar este resultado para el futuro del viejo continente, sorprende la identificación de algunos sectores de la oposición venezolana con esta tendencia, por el simple hecho de que, entre sus partidos se encuentra el partido VOX de España, negador, in extremis, de todo lo que promueve el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), hoy gobernando ese país.
Parece que bastara leer la palabra «socialista» para producir de forma automática la alineación anteriormente referida. Sucede que ese «socialismo» que, desde la experiencia venezolana, enciende señales de alarma, no es más que una expresión particular del estado de bienestar europeo, compartido por la centroizquierda socialdemócrata, la democracia cristiana de Úrsula von der Leyen como por el centro liberal de Manuel Macron.
No es este el lugar para comentar la política española –quizás, deplorar la elevada recurrencia a descalificativos personales como arma de debate–, pero sí para insistir en algunos rasgos de esa ultraderecha que algunos reivindican, que no tienen nada que ver, en mi criterio, con las aspiraciones de cambio que albergamos para Venezuela. Entre ellos podemos citar, la ojeriza a la inmigración no europea, la negación del cambio climático, la negación de la violencia de género como crimen particular a ser castigado, como de la pertinencia de un movimiento feminista que reivindique sus derechos, el repudio al de la comunidad LGBTI y –este es el elemento divisivo entre estas fuerzas en Europa—el apoyo de algunos, como Viktor Orbán primer ministro de Hungría, a la guerra imperialista librada por Putin contra Ucrania.
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La prosecución de tales objetivos los enfrenta, irremediablemente, a la cultura de libertades, de protección social, de pluralidad de pensamientos y de igualdad de derechos, tan centrales al proyecto europeo. Es decir, son, en el fondo –y en muchos casos, en la superficie—contrarios al proyecto liberal de avanzada, de economía social de mercado, que distingue a la Unión. El andamiaje democrático del Estado de derecho está en la base del proyecto común europeo, promovido y resguardado desde los órganos comunitarios en Bruselas, para evitar su desdibujamiento hacia formas de autoritarismo. Nuevamente es Orbán ejemplo de tal amenaza, desmantelando instituciones como la independencia judicial y la libertad de los medios, bajo banderas populistas que esgrimen defender a los suyos.
Choca que, quienes en Venezuela se asemejan más a esta conducta antiliberal, el régimen de Nicolas Maduro, exclamen por boca de éste, que «ganó el neofascismo» en esas elecciones: el manoseado ejercicio de ocultar sus propias lacras, proyectándolas en otros. Identificarse, desde Venezuela, con tales fuerzas del atraso, le hace el juego a esta impostura chavo-madurista. En fin, nos topamos con los cables cambiados, valiéndose de etiquetas atávicas, propias de la guerra fría del siglo pasado.
Como muestra de la estolidez implícita de declarar, cual acto reflejo para descalificar al «enemigo», sin pensar, cabe la reciente vomitada de clichés del canciller del (des)gobierno de Maduro, Yván Gil. Fue su respuesta a la preocupación del G-7, reunido en Italia, por el retiro de la invitación a la misión de la Unión Europea para observar las elecciones del 28-7 y por el incumplimiento del régimen de lo acordado en Barbados:
«El decadente imperialismo jamás había tenido tan pobre y ridículo liderazgo como el que hoy exhibe el G7. Rechazados por sus propios pueblos, pretenden recurrir a prácticas coloniales y meterse en asuntos que no le conciernen (..) Nuestra democracia revolucionaria les dirá este 28 de julio, nuevamente, que somos libres y soberanos y que sus lacayos –la oposición democrática– no volverán».
En fin, un tirapiedras al frente de la diplomacia del país. ¡Qué vergüenza! Pero, si a ver vamos, ese fue la conducta de quien es hoy su jefe, Nicolás Maduro, cuando ocupó ese cargo bajo Hugo Chávez.
Peor todavía es la alineación automática con quien, en EE.UU., ha manifestado reiteradamente su disposición a pasar por encima de las instituciones de ese país, y quien ha desconocido el veredicto de las elecciones presidenciales de 2020, amenazando vengarse de quienes lo pusieron en su sitio. Donald Trump, felón convicto, a quien le esperan juicios en su contra por cargos graves que ha logrado posponer con la esperanza de auto absolverse de resultar electo en noviembre y quien más se parece a Hugo Chávez en ese país, no puede ser referente para la democracia en Venezuela.
Estas posturas en absoluto definen a la oposición democrática venezolana. Están lejos de ser mayoría. Pero son muy activas e inundan las redes con sus destemplanzas. En esta contienda tan decisiva en que está embarcada Venezuela, buscando hacer realidad la voluntad mayoritaria por desalojar del poder a la mafia neofascista que la destruyó, cuidémonos de regalarle argumentos con los cuales legitimarse ante electores incautos, o que sirvan para justificar sus atropellos ante sus antiguos aliados, «por enfrentar una contrarrevolución de ultraderechas». No nos prestemos para que nos retraten así.
Lo que está en juego en el país no tiene nada que ver con una contienda entre derecha e izquierda, menos aún, entre capitalismo y socialismo. Nos jugamos «el derecho a tener derechos» –hoy negados–, como dijera Hannah Arendt al analizar el totalitarismo: vivir en libertad y elegir, sin coacciones, a representantes que afiancen, con sus decisiones, el bienestar de los venezolanos.
Que nos rindan cuentas y que podamos revocar con las previsiones del Estado democrático, el auxilio de medios de comunicación libres y con un protagonismo ciudadano activo y bien informado. Y que, en el marco de un régimen que ampara la pluralidad de criterios y opiniones, la convivencia y el respeto, podamos manifestar nuestras preferencias políticas y nuestros intereses como individuos, gremios u otros colectivos sociales, amparados, siempre, por el ordenamiento constitucional.
Ni Maduro y compañía son de «izquierda», «progresista» ni nada por el estilo, ni la derecha –y menos aún la ultraderecha antiliberal—puede erigirse como la respuesta ante sus desmanes. No confundamos la gimnasia con la magnesia. Derrotemos a este oprobioso régimen.
Humberto García Larralde es economista, profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
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