Los desamparados, por Teodoro Petkoff
Uno de los mensajeros de este diario se llama Guillermo Camacho. Es un hombre en su treintena, sumamente responsable y trabajador, de humilde condición, que vive en uno de los barrios populares de Artigas. Guillermo tiene un hijo de 13 años, que hace algunos meses tuvo la mala fortuna de atravesarse entre dos patotas que se caían a balazos y algunos plomos fueron a dar a su cadera y piernas, pero quedó vivo. Ciudadana y civilizadamente, Guillermo llevó el caso a la PTJ, identificando a algunos de los jóvenes malandros. No fueron detenidos pero semanas después, cuando el hijo de Guillermo volvió a salir a la calle, los tipos vinieron a pasar la factura y le metieron siete tiros. Milagrosamente, por segunda vez el muchacho sobrevivió. Entre uno y otro atentado, Guillermo, a su vez, fue atracado cerca del Centro Médico y le robaron la moto. Aquí en el periódico, entre varios hicimos una «vaca» y le compramos otra. En mala hora, porque antier dos sobrinos de Guillermo, de 21 y 22 años, le pidieron prestada la moto para ir a la farmacia por unas medicinas. En el camino estaban los patoteros y los sobrinos de Guillermo no tuvieron la suerte de su hijo. Hoy a las 10 de la mañana fueron enterrados. El velorio tuvo lugar en Los Magallanes, por temor a hacerlo cerca de su barrio. Hasta ahora la única acción de la PTJ ha sido la de «decomisar» la moto de Guillermo, para la inefable «experticia» de rigor. Guillermo ha tenido que hacer todas las diligencias de morgue y funeraria a pie. La madre de los muchachos, hermana de Guillermo, por supuesto que no tenía el dinero para el entierro. Se lo dimos aquí.
Hemos narrado esto de la manera más sobria posible, sin adjetivos ni dramatización, porque es tan terrible esta historia que cualquier exceso de lenguaje resultaría hasta obsceno. Pero lo que la hace más estremecedora aún es que ella no constituye un caso aislado. Es apenas una entre muchísimas de las que conforman el cuadro cotidiano de la vida de los pobres. De la banal irracionalidad de esta violencia da cuenta la serena actitud de Guillermo Camacho ante estos golpes «como del odio de Dios». Guillermo cuenta sus penas con ojos levemente húmedos, pero no tiene tiempo para llorar y lamentarse. Debe enterrar sus muertos y continuar cabalgando su moto para que coman sus hijos. Como centenares de miles de pobladores de las barriadas populares, de tanto vivir entre el miedo ya no lo siente. Porque lo que verdaderamente sobrecoge es saber que para los Guillermos Camachos por ahora no hay alternativas. De mudarse del barrio, ¿adónde iría que no corra los mismos peligros? ¿Quién protege a esta gente de bien, indefensa y resignada? Guillermo es un hombre manso y atento; ¿podríamos, sin embargo, culparlo si un día de estos lo supiéramos confundido en la degradación de una turba que lincha a un malandro en el barrio? Lo que está en juego es el destino de todas las familias Camacho que habitan las barriadas. Que es como decir el destino del país, porque son tantos los pobres que como les vaya a ellos le irá al país