La barrida final contra la AN encendió la mecha de abril
Tras la contundente victoria opositora del 6D, la estrategia oficialista de criminalizar a la AN y a la iniciativa revocatoria del 2016 funcionó. La frustración popular hace un año se volcó a las calles. La represión se desbocó y tras el costoso saldo en pérdidas de vidas sobrevino la desesperanza, la división y la inacción electoral, terreno fértil para la antipolítica
Autor: Gregorio Salazar
En las elecciones legislativas de diciembre de 2015 concentró la oposición venezolana los mayores esfuerzos y expectativas para impulsar la reinstitucionalización del país y para emprender la ruta constitucional que condujera al término de más de tres lustros de era chavista repartida entre los gobierno de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
Tras la victoria en los comicios del 6 de diciembre esos dos objetivos lucían perfectamente factibles, mucho más cuando fue alcanzada con resultados ostensiblemente por encima de los cálculos políticos y los sondeos de opinión. Que la oposición se alzara con la mayoría calificada (112-55) en el Legislativo era una meta que no estaba en las matemáticas de nadie.
El contundente triunfo electoral del 6D marca el tope del accionar político de la Mesa de la Unidad Democrática pero, visto en retrospectiva, significó también el inicio de su pronunciado declive en la medida que todos los esfuerzos por lograr los dos objetivos centrales, ser el contrapeso de un omnímodo Poder Ejecutivo y acortar el mandato de Maduro a través de un referéndum, se vieron abruptamente frustrados por las maniobras adelantadas con celeridad y sin contemplaciones constitucionales por el oficialismo.
¿Rebelión “constitucional” o autogolpe?
Tras la derrota del 6D, el régimen actuó como si la nueva AN no fuera producto de la voluntad libre y soberana de los venezolanos expresada a través del voto, sino una especie de emboscada “del neoliberalismo, el imperialismo y la burguesía” para destruir la obra de la revolución, pese a que en esos momentos Venezuela ya se encontraba sumida en una crisis económica y social sin precedentes, con el aparato productivo destruido y millones de venezolanos padeciendo por falta de alimentos, medicinas y empleos.
“No permitiré que la derecha y la burguesía, desde las posiciones de poder a que han llegado, entreguen la soberanía, la independencia y la justicia que se han construido en estos años de sacrificio y lucha”, afirmó Maduro en una salutación a las fuerzas armadas.
Fue el preludio de la cancelación inminente del juego democrático, que debía proseguir con el reconocimiento de las atribuciones constitucionales del nuevo Poder Legislativo.
No fue así. El 23 de diciembre la AN sesiona dos veces con diferencia de horas y renueva nada menos que a 13 magistrados principales y 22 suplentes del Tribunal Supremo de Justicias, algunos de cuyos antecesores admitirían luego que fueron presionados para jubilarse anticipadamente.
Fue una jugada agresiva, sin miramientos. Todos los nuevos jueces fueron propuestos por el chavismo y buena parte de ellos sin llenar las credenciales de ley. De haberse respetado los lapsos legales esos nombramientos no se hubieran podido realizar antes del 5 de enero, fecha en que se instalaba la AN de mayoría opositora.
Ganar y no cobrar
El nuevo TSJ comenzó con celeridad y eficiencia su tarea. En 24 horas suspendió el resultado del proceso de elección y la proclamación de cuatro diputados (tres opositores y un oficialista) hecha por el CNE. Es decir, cuando ya tenían inmunidad parlamentaria. Dos años y tres meses después todavía no ha dictado sentencia definitiva sobre el caso.
Esa fue la punta de una larga madeja de decisiones. De allí se pasó a la declaratoria de desacato de la AN -figura inexistente para algunos juristas- por haber incorporado a los diputados suspendidos. A partir de ella ha bloqueado las tres cuartas partes de las leyes y todas las atribuciones para el control público.
Las grandes expectativas surgidas del triunfo electoral del 6D comenzaron a desvanecerse. Mientras el régimen de Maduro aplicaba como piedra de tranca al juego institucional la interpretación improcedente del artículo 266 de la Constitución Nacional, según el cual el TSJ puede “conocer de los recursos de interpretación sobre el contenido y alcance de los textos legales, en los términos contemplados en la ley”. Así un poder derivado, como lo es el Judicial electo por la AN, se colocó por encima del Poder Legislativo hasta virtualmente desaparecerlo.
Muerte al referéndum
Apenas un mes después, al tomar posesión de la presidencia de la AN, Henry Ramos Allup, anunció que ese ente presentaría en el primer semestre del año un instrumento o mecanismo “democrático, constitucional, pacífico y electoral” para interrumpir el cuestionado mandato de Maduro y comenzara a sacar a Venezuela de la crisis.
Fueron necesarias masivas protestas de calle y presión desde dentro y fuera de Venezuela para superar las trabas y dilaciones, las interpretaciones sesgadas que, una vez más, surgieron desde el CNE. El proceso arrancó formalmente el 26 de abril, pero otra vez surgió la estrategia criminalizadora. La acusación de haber recogido firmas inválidas para la promoción del referéndum llevó a su paralización por 6 tribunales regionales, cuyas sentencia fueron acogidas sin ser vinculantes por el CNE.
El despliegue de trabas al referéndum revocatorio fue un mecanismo afinado sobre la marcha, truculento, kafkiano, exasperante, mediante el cual tanto el partido de gobierno como el CNE exhibieron una inagotable capacidad de crear y proponer un intransitable laberinto que colmó de frustración a la ciudadanía. Para ese momento, la tendencia a la revocatoria era casi el doble de la favorable.
Con todos los caminos legales obstruidos a pesar de tantos esfuerzos, la MUD llamó nuevamente a la calle y programó “la toma de Venezuela” para el 26 de octubre, con el fin de “restituir el hilo constitucional”. Una marcha con destino a Miraflores fue anunciada para el 3 de noviembre. Sorpresivamente los jefes de la oposición anunciaron su suspensión a solicitud del Vaticano, para proceder a instalar una mesa de diálogo. “Es para evitar derramamiento de sangre”, se justificó.
A la frustración por la anulación del referéndum y la no realización tampoco de las elecciones de gobernadores, previstas para diciembre, se sumó la de la suspensión de las protestas de calle. El enojo contra la dirigencia y el rechazo a las fórmulas de negociación comenzó a calar en las filas opositoras.
El diálogo no restituyó el referéndum y, lamentablemente, tampoco evitó el derramamiento de sangre: cuatro meses más tarde la crisis institucional se profundizaría, las protestas estallarían de extremo a extremo de Venezuela con un doloroso saldo en vidas y grandes pérdidas materiales.
La hondonada emocional de la oposición era profunda al comienzo del 2017. Sin referéndum y con la Asamblea Nacional maniatada, las perspectivas se habían tornado francamente decepcionantes, desmoralizantes.
No se quedó allí el diligente TSJ: el 29 de marzo emitió la sentencia 155 en la que derogaba el fuero de la inmunidad parlamentaria. Y el 30 de marzo dictó la sentencia 156, con la cual asumía las funciones que la Constitución asigna a la AN y la invalidez de sus actuaciones. Era la barrida final contra el Poder Legislativo. Se volvieron a levantar las voces denunciando un autogolpe y las alarmas se encendieron con más estridencia en el país y el exterior. Fueron varios los gobiernos y los organismos internacionales que condenaron ambas sentencias.
Pero esta vez algo no funcionó de acuerdo al consabido libreto según el cual el Consejo Moral refrendaba unánimemente las acciones de otros órganos. La Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, afirmó que las sentencias representaban una ruptura del hilo constitucional y del modelo de estado consagrado en la Carta Magna.
El alto aparato del poder pareció tener un momento de reflexión o de pudor ante el hecho. Y en la primera hora de la madrugada del 1 de abril una reunión de emergencia del Consejo de Seguridad exhortó al TSJ a enmendar las sentencias para saldar “la controversia” abierta por el Ministerio Público.
La Sala Constitucional enmendó sus sentencias, pero en materia de la preservación de la paz a la que llamaba el presidente Maduro resultó inútil. Fue la gota que rebosó el vaso.
Convocada por todos los partidos, la frustración popular se volcó a las calles de las principales ciudades de Venezuela y hasta en los más remotos poblados. No siempre se pudieron mantener dentro del cauce pacífico. Los impedimentos para llegar a la sede de organismos públicos en el centro de Caracas provocaron fuertes choques con efectivos de la GNB, la PNB y el Sebin. De día y de noche las ciudades se llenaron de densas nubes de gas lacrimógeno. Al empuje de miles de manifestantes, de los cuales jóvenes escuderos y algunos con morteros fueron la vanguardia más audaz, hubo verdaderas batallas campales. Muchos heroicamente pagaron con su vida por disparos a sangre fría, pues la respuesta fue el uso generalizado y sistemático de la fuerza excesiva, desproporcionada. Los efectivos uniformados no se limitaron a reprimir en la calle. Invadieron edificios, irrumpieron en apartamentos, destruyeron instalaciones, cercas, portones que embistieron con tanquetas.
Las marchas, los plantones y los trancazos se sucedieron casi cotidianamente. Hubo choques entre civiles y actuación de los paramilitares conocidos como “círculos bolivarianos”. En los primeros cien días, las muertes llegaron a 122 y al final fueron 157 las víctimas fatales, incluyendo efectivos militares. Fueron centenares las detenciones y las denuncias por torturas llegaron a 289 casos.
Mientras tanto, el régimen trabajaba en la sombra nuevos planes y estrategias que incidieron en las dinámicas de las protestas. El llamado a la elección de una Asamblea Constituyente y a las postergadas elecciones de gobernadores colocó a la oposición partidista en un dilema. Competir por la constituyente fue rechazada de plano y denunciada como inconstitucional, pero atendieron el llamado a las elecciones de gobernadores. Las protestas de calle y una campaña electoral no resultaban compatibles. Un grueso de manifestantes acusó a la dirigencia de “enfriar” las calles por el interés mezquino de ir tras unos cargos. El 12 de agosto unas mil personas participaron de la última y esmirriada marcha opositora. La MUD comenzó a vivir su mayor declive desde su integración.