El fin del chavismo, por Bernardino Herrera León
Al momento de escribir estas líneas, el régimen chavista se encuentra atrincherado. Acorralado, ha decidido, sin embargo, someter al país al sufrimiento de la represión y a la angustia de la incertidumbre. La población padece la calamidad del hambre. Incapaz de garantizar suministros, el chavismo parece jugar al estallido social. El sufrimiento humano no le preocupa, permanecer en el poder, sí.
El chavismo ha llegado a su fin. Queda una patética sombra de lo que percibimos que fue. Resta sólo abandonar su inviable, absurdo y miserable desgobierno, sostenido por esbirros, de la peor especie
Su ejército mercenario secuestra el anhelo de vivir en paz. De salir de esta pesadilla, cuanto antes. El chavismo se obstina en mantenerse como una aborrecible amenaza.
Desprecia ahora los llamados de amnistía que le ofrece el parlamento. Se niega a la entrega pacífica del poder. Enloquecido, reta irracionalmente la paciencia de la sociedad. Invoca la violencia para su desalojo. Está completamente desnudo. Ni siquiera garantiza una bolsa de comida. Sólo depredar, corromper y delinquir. Sus prohombres huirán en el último momento, lo sabemos. Pero luego de aumentar aún más su colección de víctimas. Si los dejan.
El fin del chavismo comenzó años atrás, con el declive de su estatista modelo económico. Chávez vivía aún como caudillo central. Para ganar las elecciones de 2012 tuvo que imponer el más descarado ventajismo y fabricarse votos en las tinieblas de la prorrogada noche electoral. Hicieron lo mismo en el 2013 con la elección de Nicolás Maduro.
Todo el ventajismo no pudo evitar su derrota electoral de diciembre de 2015. A partir de ese momento, optaron por cambiar la represión selectiva por la represión masiva. Y el fraude encubierto por el fraude descarado
Tocaba la derrota política. Echarlo del poder. Pero la dirigencia política opositora parlamentaria jugaba con las reglas, el chavismo no. Permitió más tiempo de vida. Tres terribles años de más. La economía se contrajo en proporciones inimaginables, desatando una ola de pobreza extrema, hambruna, estampida migratoria, muertes por morbilidad. El tiempo de Dios es imperfecto. Tantas vidas, tanto sufrimiento pudieron haberse evitado.
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Después de despilfarrar la MUD el inmenso capital político logrado en 2015, doblarse para no partirse alegaron algunos, una juventud irredenta volvió a salir a las calles por seis meses ininterrumpidos, en 2017. Muchos fueron asesinados. Otros sufrieron el daño irreversible de las torturas, las cárceles, las migraciones forzosas. Más familias se fracturaron o se separaron. El tiempo de Dios es imperfecto. En el 2018, el parlamento permaneció catatónico, mudo observador del horror del colapso social que deslizaba al país hacia el desastre humanitario.
Pero los plazos incuban las coyunturas. La fecha de la investidura presidencial llegaba. El confiado régimen chavista calculó que los débiles partidos opositores serían incapaces de retarlo desde la AN. Pasó por alto un detalle: milagrosamente, se respetó el pacto de alternancia en su directiva. Le tocaba a Voluntad Popular. Nada que preocuparse. Pensaron. Es un partido desmantelado por la represión y la persecución de sus dirigentes. De pronto, apareció el desconocido joven Juan Guaidó.
Nadie sospechaba que el diputado guaireño capitalizara de súbito la inmensa fuerza de la esperanza ciudadana. Tampoco, que se atreviera a declarar la usurpación de Maduro. Todos percibían al régimen como imbatible. Temiendo la ira chavista, algunos partidos presionaron a Guaidó para que no se juramentase y se conformara con declarar la usurpación. Apostaban al desgaste de largo plazo del régimen. Pero, el país ya había pasado por eso. En enero de 2017, se aprobó el abandono del cargo, sin que pasara nada. Al chavismo le bastaba acusar de desacato al parlamento, y así todo quedaba en un cómodo empate.
Pero la realidad decidió protagonizar. La hambruna, el hastío, el repudio no otorgaban más tiempo. La presión popular se respiraba. La juramentación ocurrió el 23 de enero, en medio de una de las mayores concentraciones, en todas las ciudades del país, sin excepción. La nación estalló en júbilo
Entonces, todo dio un giro. Un puñado de países reconocieron al nuevo presidente. El deterioro y la desmoralización del régimen comenzó a notarse. El chavismo ya había perdido hace mucho su base social, pero mantenía la intimidación, el chantaje del hambre, que comenzó a debilitarse. El secuestro y pronta liberación de Guaidó mostró una grieta en la sólida rigidez represiva del chavismo. El fin definitivo se percibió más cerca.
En pánico, el régimen intenta desprestigiar a Guaidó. Trata de alentar a algunos partidos opositores a asumir directiva de la AN, para volver al escenario del empate. Y al mismo tiempo, activa su macabra táctica represiva: “por cada protesta, un muerto y muchos detenidos”.
En cambio, el nuevo presidente Guaidó ofrece amnistía, reconciliación y Estado de Derecho. Tiende la mano, incluso, a riesgo de promover la impunidad. Hasta ahora no ha funcionado. El chavismo no sabe pedir perdón y sólo espera un descuido para contratacar. El chavismo es, en esencia, irracionalidad pura. Pero el fin es el fin. Resta acabar con su usurpación, su secuestro del Estado.
Nos batimos ahora para que ocurra lo más rápido e incruento posible. Porque el chavismo deja la tétrica herencia de un país económica, social, política, cultural y moralmente devastado. Requerirá un largo, penoso y sacrificado proceso de reconstrucción. Mientras más pronto comencemos, mejor.
Ya se siente que una nueva clase política está por nacer. La aparición de Guaidó es una prueba de ello. La democracia post-chavista no se parecerá a la democracia pre-chavista. El chavismo será un olvido y su fin dará paso a una nueva sociedad