Ser progresistas, por Sergio Arancibia
Ser progresistas consiste, en primer lugar, en creer en la posibilidad de que nuestros países caminen por una senda de evolución positiva – en lo económico, en lo social y en lo político – es decir, suponer que no estamos condenados por la historia, ni por los dioses, ni por la raza, ni por la geografía, a perdurar en condiciones de atraso y de pobreza y, en segundo lugar, en tener propuestas concretas y realistas como para lograr que eso se haga posible, pues tampoco las cosas sucederán por casualidad.
Durante muchos años y décadas, por lo menos en la América Latina, hubo sectores que legítimamente fueron calificados, o se autocalificaron, como progresistas. La mayoría de ellos provenía de las múltiples expresiones de la izquierda latinoamericana, pero no todas las izquierdas eran progresistas – pues había sectores cuyas propuestas no eran desde ningún punto de vista portadoras de progreso- ni todos los progresistas eran izquierdistas – pues había sectores liberales y demócratas que lucharon con fuerza y sinceridad para romper con atrasos seculares de nuestras sociedades y para abrir paso a la modernidad. Del seno del mundo progresista – así concebido – salieron propuestas tales como la nacionalización de las riquezas básicas – cobre, hierro, petróleo, estaño – la industrialización – aun con todas sus limitaciones que se manifestaron posteriormente – e incluso la ruptura, por diferentes vías, del mundo oligárquico y tradicional que imperaba en los sectores agrarios.
La historia no ha sido suficientemente justa en el reconocimiento del progresismo latinoamericano – que se ha visto muchas veces opacado por sus propias expresiones de utopismo, mesianismo, sectarismo y hasta militarismo. Pero no hay duda de que hubieron desde allí aportes sustantivos al progreso de nuestras naciones. Baste recordar que la nacionalización de las riquezas básicas permitió a los estados disponer de importantes excedentes económicos que se necesitaban para promover el desarrollo social y económico de nuestros países.
Hoy en día, sin embargo, no está claro cuales son las grandes propuestas de los viejos o de los nuevos movimientos progresistas como para hacer avanzar en un sentido históricamente positivo la vida social, política y económica de cada uno de los países de la región.
Aceptemos, por un momento, que hoy en día la sobrevivencia de nuestros países y sus posibilidades de disfrutar de todos los frutos de la vida moderna y de tener cuotas crecientes de libertad y de justicia social, depende de la capacidad de insertarse en forma exitosa en los canales y circuitos del comercio internacional contemporáneo, de la capacidad de captar, dominar y crear en el campo de la ciencia y la tecnología, de los acuerdos que se establezcan con otros países para potenciar de conjunto sus capacidades económicas y tecnológicas, y depende también, desde luego, de lo que se haga o deje de hacer en materia de distribución de la riqueza eventualmente creada, y de lo que se haga en materia de educación y salud.
En ámbitos más distantes del desarrollo económico nacional – pero igualmente importantes – el momento histórico exige respuestas – adecuadas a los tiempos que corren – a problemas que son universales y permanentes, tales como la defensa de los derechos humanos, la lucha en pro de los sectores más desfavorecidos en el seno de la sociedad, la lucha por la igualdad y la libertad, los derechos de las minorías y en avance y profundización de la democracia.
Si eso es así, entonces el ser progresista se convierte en un desafío en términos de generar respuestas y propuestas claras y creíbles respecto al que hacer en esos campos, las cuales deben ayudar, entre otras cosas, a diferenciar con claridad a los progresistas de los que no lo son, para que esa categoría siga teniendo vigencia.