Insilio, por Alejandro Oropeza G.
“El olvido no es la falta de memoria; son
los recuerdos que se fueron a su sitio, el país
del olvido, organizados en palabras”.
Carlos Liscano: “Prefacio a Edda Fabbri” en Oblivion, 2007.
A veces, muchas veces nos topamos con palabras olvidadas, con expresiones que nos traen a la memoria los tules de las pesadillas de la noche amarga con la que dormimos al costado. Son el día a día perdido que en un momento quiso definir una parte de la vida, de la historia propia. Y es que a veces también, pareciese que deseáramos endosar los recuerdos a un futuro lejano para retenerlos sí, pero para traerlos de vuelta después de haberlos vivido y duelan menos en la carne del alma abierta.
La mayoría de las oportunidades son tareas fracasadas, imposibles de ejecutar o de alcanzar, como se quiera ver, porque no hay posibilidades de guardar el recuerdo cuando es presente, así se construya segundo a segundo frente a nuestra mirada. Es algo parecido a la navegación del yo en el crepuscular estruendo del presente que nos reclama la presencia ahí donde sucede, en ese preciso instante cuando acaece.
Algunos le llaman a esa circunstancia hacer la historia: ¿la propia tal vez? ¿La de todos los que padecemos un transcurrir de absurdos que redefinen, quitan y secuestran vidas a cada paso? También, a veces, nos vamos llenando y saturando de preguntas sin respuestas, de acertijos amontonados unos arriba de otros, como cadáveres abandonados y perdidos en el sino de mil arenas desencontradas. Esas preguntas, esos acertijos se suman a la certeza de una respuesta que no encuentra acomodo en la conciencia y que tememos se vuelvan realidad, por eso las desplazamos para negar la verdad que, ahora nuevamente, se reconstruye frente a nuestros ojos cansados. Es imposible…
Vino a la memoria, al caminar bajo la temprana nevada de días previos, en la lejanía de un eco saltarín que no encontraba acordes acá en el pecho, aquel neologismo de Mario Benedetti: “insilio”. Llegó a la vera, temible y definidor ¿triunfal tal vez? porque cuando lo evocamos a la distancia, a él se suma la realidad del exilio más la del insilio propio obligado a que también nos confina el retiro dentro de la casa extraña que se va edificando a pedazos, como desgarrando en contrario los días… uno tras otro.
Un viaje a la semilla diría Carpentier pero, en un retorno que no va al futuro sino que pierde el camino y termina en algún lugar entre el pasado y el porvenir pero que tampoco es presente. Es un jeroglífico ideológico de tortura (imposible de descifrar) que desde la majestad del Estado putrefacto nos vienen regalando a los nativos de nuestra vapuleada Tierra de Gracia, sin escape, sin refugio: allí adentro… acá afuera.
Decía Benedetti que el insilio es la realidad de la vida del exilio frio y brumoso; lejano y solitario, padecida en el desplazamiento o en la condena que nos secuestra la propia vida en la misma patria. Es eso que reclama la clandestinidad silente a los que vamos caminando por calles y avenidas que ya no nos pertenecen porque no son ya de nadie
Es la relatividad sin sabores a menos de la vida, el triunfo de la ajenidad que se deposita en la bolsa vacía de días que llevamos por ahí en cualquier lugar del cuerpo. El exilio nos embarga los encuentros mientras, el insilio nos derrota las esperanzas. Pero, cuando el tiempo hace su labor de entrega, ambas pesadillas, como aquellos tules oscuros de la noche, se sobreponen una encima de otra y se hacen una más densa y pesada.
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Entonces vamos errando, nuevamente, con la lejanía en la carne y con el pesimismo dentro del pecho. Y nos vemos como retumbos mudos y macilentos que no contienen ni a la canción que nos evapora el alma ni al lamento que nos ciega el camino. Llegamos al punto en que es preciso reventar violentamente las tenazas invisibles del ocaso voluntario, quizás las más terribles. Ellas, las tenazas, son la perfección hecha realidad de los tiranos que padecen también pero con risas y terror su insilio dorado, las conocen… las conocerán.
Tal vez, pensé, no somos un pueblo dado al sufrimiento a pesar del sufrimiento. Tal vez, nuestros destinos no son ecos callados buscando paredes acolchadas donde reflectarnos la vida. Tal vez, queremos no padecer ante otros lo que nos define la ausencia y nos descoyunta las tripas del alma. Tal vez, tantas cosas que por ahí llevamos adentro y afuera de la existencia guardada en un morral gris, que recibe una desacostumbrada nevada sorpresiva. Tal vez, quizás ya no soportamos la distancia y la desesperanza un momento más. Tal vez, nuevamente, no queremos ser exiliados ni dentro ni afuera… Y tal vez, no podemos ya más con todo esto: con la carga de no soportar ser adentro lo que no sabemos ser a la distancia.
Así, andamos muchos por esos mundos de Dios, luchando por no disolvernos definitivamente en el crepúsculo del pecho ausente; resistiéndonos a no ser menos en el centro que siempre hemos sido… allá, entre la montaña y la arena cálida, en la evocación de las penas que ya queremos dejar atrás mientras soñamos ahora sí, con la hora del regreso desde afuera y del reencuentro desde adentro.
La labor de vida de los que andamos con la historia fuera de nosotros por ahí, con el país por dentro… es retejernos la fe y reiniciar el camino; y que ya no importe dónde termine, así estemos exilados o insiliados. Y para ello debemos reencontrar la confianza de lo que somos y lo que podemos ser, sin soberbias y sin creer que, ahora sí, somos el centro del Universo.
Estamos luchando, estamos encontrándonos en las distancias, tendiendo puentes que nos amalgaman el ser colectivo para reiniciar las posibilidades que podrían estar ahí, a la vuelta de la hoja y conquistar y ocupar en paz de nuevo nuestra Tierra de Gracia
Es la tarea… es el destino…
Bajo una nevada en WDC