La ANC y el porque me da la gana, por Manuel Acedo Sucre
Autor: Manuel Acedo Sucre
Nos encontramos en tiempos de diálogo, negociaciones, paz. Supongamos que el espíritu navideño se manifiesta y logra que a la oposición le concedan todos sus pedimentos, pero a cambio de reconocer expresa o tácitamente a la Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Autopista humanitaria, presos políticos libres, elecciones transparentes y restitución de la Asamblea Nacional. ¿Bingo? Veamos.
Todo régimen de fuerza —llámese autocracia, tiranía o dictadura— se reduce a un porque me da la gana. Pero ese porque me da la gana, que no es otra cosa que la voluntad del autócrata, tirano o dictador, siempre está camuflado dentro de una institucionalidad, cuyo nivel de sofisticación varía tanto como los personalismos que pretende esconder. Así, desde Zimbabue hasta Cuba, todos los regímenes de fuerza exhiben siempre una asamblea nacional, un congreso o un parlamento, un sistema de tribunales con una corte o tribunal supremo a la cabeza, así como otras instancias teóricamente independientes, como los vehículos a través de los cuales se expresa el poder. Y es que el porque me da la gana siempre necesita disimular. En el fondo, requiere de un yo no fui, que se transforma en un fuiste tú, pueblo, que te expresaste a través de las instituciones. Nuestra democracia participativa es eso mismo.
El porque me da la gana, sin embrago, es difícil de tapar. Es como una tos crónica, un espasmo involuntario que siempre asoma su incómoda existencia. En el caso de Chávez era una cuestión de personalidad. Su manera de ser, en sí misma, era una explosión pulmonar en la que el porque me da la gana era expectoración permanente: la tos de la arbitrariedad desatada, la tos del porque sí como expresión del personaje. Pero con todo y lo notorio de su porque me da la gana, Chávez hacía su pantomima institucional: se inauguró con una nueva Constitución, hecha a su medida, y nunca dejó de invocarla. Blandiendo el texto constitucional, metió al país en un carrusel de elecciones que le permitieron colonizar y subordinar a sí mismo los nuevos poderes —nada menos que cinco— y, además, modificar ese mismo texto para quedar indefinidamente al mando de un Estado que se convirtió en su burocracia personal. Resulta irrelevante que tanto como se invocaba la Constitución, al mismo tiempo y con la misma frecuencia se la violaba. Lo cierto, lo importante, es que la constitucionalidad se invocaba para justificar toda su acción de gobierno: “dentro de la Constitución, todo; fuera de la Constitución, nada”. Allí embutía Chávez su porque me da la gana.
Maduro llegó al poder bajo la misma escuela. Pero el carrusel de elecciones se le descarriló. Los trucos, las trampas y los delitos electorales le fallaron. Su porque me da la gana se le quedó en el aparato, con los resultados de las elecciones legislativas de diciembre de 2015. La Asamblea Nacional ya no sería su Asamblea Nacional. Ni corto ni perezoso, Maduro no se dejó. Inmediatamente recurrió a sus otros tres poderes para neutralizar semejante aberración. El resultado no se hizo esperar: los poderes dejaron de ser cinco para pasar a ser cuatro. La Asamblea Nacional quedó borrada del engranaje institucional del Estado. Pero qué incómodo, ¿no?, eso de tener que anular uno de los cinco poderes a punta de sentencias del Tribunal Supremo. El porque me da la gana se le volvió engorroso. Escarrá, ¿qué se te ocurre?
El artículo 347 de la Constitución establece: “El pueblo de Venezuela es el depositario del poder constituyente originario. En ejercicio de dicho poder, puede convocar una Asamblea Nacional Constituyente con el objeto de transformar el Estado, crear un nuevo ordenamiento jurídico y redactar una nueva Constitución.” Vamos a montar una ANC ya, como sea. La convoco yo mismo, sin consulta popular previa y con mis propias reglas de elección de diputados, para que necesariamente queden los míos en mayoría. Mi Tribunal se encargará de decir que todo eso es legal, que la ANC está por encima de los demás poderes, que la potestad de “crear un nuevo ordenamiento jurídico” le permite legislar a través de “leyes constitucionales” y, en suma, que la ANC puede manejar el Estado como le dé la gana, mientras redacta una nueva Constitución en el tiempo que se le antoje. Listo, el porque me da la gana hecho carne.
Hasta ahora y para molestia infinita del gobierno, la parte de la comunidad internacional que verdaderamente importa no se ha comido este cuento. La oposición —con el respaldo de actos legislativos concretos, emanados de la Asamblea Nacional— ha logrado exitosamente explicar en el exterior que una convocatoria viciada, unas reglas de elección amañadas hasta lo ridículo y un fraude electoral más que evidente, no pueden dar lugar a ninguna asamblea nacional constituyente. El resultado es que la ANC no ha sido reconocida por ningún país serio ni por la comunidad financiera internacional. Esto último significa que, independientemente de las sanciones internacionales, ningún ente financiero internacional va a otorgar financiamientos o refinanciamientos que no hayan seguido los procesos presupuestarios y de aprobación que constitucionalmente exigen la participación y la anuencia de la Asamblea Nacional, por mucho que la ANC haya pretendido usurpar las funciones de aquélla.
Regresemos a la Navidad, la paz, el diálogo. La negociación en República Dominicana es llevada por una representación de la oposición que incluye al presidente de la Asamblea Nacional. La Asamblea Nacional que, hasta ahora, ha sido particularmente clara en su desconocimiento absoluto de la ANC, está representada en esa negociación. Cualquier hipótesis que directa o indirectamente —la firma de un documento de conciliación que siquiera haga referencia a la ANC, por ejemplo— suponga algún tipo de reconocimiento de ésta, puede desencadenar dos consecuencias: la primera, que los entes financieros internacionales se apoyen en ese reconocimiento para financiar o refinanciar la deuda pública externa, bajo la égida de la ANC, quitándole al gobierno uno de sus principales dolores de cabeza; la segunda, que la comunidad internacional termine por aceptar, por lo menos de hecho, a la ANC.
Si de los acuerdos producto del dialogo puede inferirse algún tipo de reconocimiento a la ANC, por muy indirecto, oblicuo o tenue que éste sea, el porque me da la gana habrá quedado instalado, bendecido y funcionando en su encarnación más perfecta. ¿Que se trataría de acuerdos para abrir el canal humanitario, liberar los presos políticos, permitir elecciones transparentes y restituir las funciones de la Asamblea Nacional? Sí, pero con la ANC a la cabeza del país —como poder máximo del Estado—, hasta que le dé la gana a su titiritero. ¿Y quién quita que el porque me da la gana —ejercido a través de la ahora reconocida y siempre omnipotente ANC— se desate y deje sin efectos prácticos esos mismos acuerdos alcanzados con la oposición? Sólo nos queda esperar que el diálogo no genere ningún tipo de reconocimiento a la ANC.
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