La cosecha de La Planta, por Teodoro Petkoff
La plomazón de La Planta es un emblema sangrante del fracaso del gobierno. En 1999, José Vicente Rangel admitía que de los problemas que heredaban de sus antecesores, el de las cárceles era un hueso muy duro de roer. ¡Y vaya que era duro! Más de trece años después los problemas carcelarios son ahora muchísimo peores que nunca antes.
Ya eran graves antes de que Chávez asumiera el poder pero, como en tantas otras cosas, la ignorancia, la improvisación y la corrupción que copan a este gobierno, los han transformado en casi insolubles.
El último acto de estupidez en relación con la cuestión penitenciaria fue la designación de Iris Varela como ministra para el sector. No era necesario ser brujo para adivinar que esta joven sin experiencia alguna en esa materia corría derechito hacia el desastre y hacia un fracaso personal, que con un poquito de sindéresis habría podido evitarse, rechazando la postulación para un cargo que semejaba más un castigo que un honor.
La Varela, por ejemplo, tuvo la ocurrencia de dejar sin director a La Planta durante más de un mes, permaneciendo el retén en manos de los reclusos durante ese periodo. ¿Esa locura no era suficiente para sacarla del cargo? Ahora, su reemplazo por alguien más versado en tan peliagudos asuntos luce cuestión de emergencia.
¿Está Chávez en condiciones de apreciar la gravedad de la situación y de tomar las medidas de fondo que ella reclama? Que la “Fosforito” no haya sido sustituida todavía pareciera indicar que su jefe, quien además de no destituirla la felicita, parece haber perdido la brújula.
La madre de los problemas carcelarios es el hacinamiento, cuya causa principal reside en los retardos procesales. Establecimientos construidos para albergar un número tres veces menor de reclusos, hoy revientan por los cuatro costados. Y ese ruleteo imbécil de sacar presos de una cárcel con problemas para trasladarlos a otras igualmente hacinadas no hace sino empeorar el mal. Pero el padre de los problemas es el numeroso armamento de guerra que tienen en su poder los presos. Cosa casi única en el mundo, que pone en jaque la autoridad del Estado.
Ambos problemas no son insolubles. Construir cárceles a tenor del crecimiento demográfico del país es una medida de sentido común. Desarmar a los presos e impedir que se vuelvan a armar (sacando a la Guardia Nacional de la custodia, que es quien los arma, en un acto sucio e irresponsable, sustituyéndola por un cuerpo profesional de penitenciaristas), tampoco es cosa del otro mundo. Sirva la ocasión para recordar que durante el gobierno anterior fueron formados profesionalmente más de quinientos penitenciaristas, de los cuales un muy escaso número está empleado hoy.
La verdadera razón para abandonar la CIDH reside en la circunstancia de que Chávez y su combo no pueden con la carga de proteger los derechos humanos de ningún venezolano. Las cárceles son un “Yo acuso” permanente, entre otros.
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