La hiperinflación tiene historia en América Latina
Autor: Armando J. Pernía
El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha advertido en diversos informes que Venezuela está cerca de la hiperinflación. De hecho, Robert K. Rennhack, subdirector del Departamento del Hemisferio Occidental del ente multilateral, subrayó que el país había entrado en un «camino hiperinflacionario» en 2015 y, probablemente, el índice de precios podría escalar sobre 2.000% en 2017.
El funcionario señaló, además, que los precios podrían subir más de 10.000% anual «en un plazo muy breve», lo que significaría que, de acuerdo con los criterios técnicos más aceptados, habría, entonces, una hiperinflación declarada.
Si Venezuela vive o no una hiperinflación es un tema de debate. Para algunos, la situación actual es ya hiperinflacionaria, porque en el contexto de América Latina y el resto del mundo salvo algunas excepciones- la inflación anual promedio es inferior a 10%.
Para otros, los niveles de incremento de los precios no han llegado a los niveles superiores a 1.000% anual o más, que serían necesarios para hablar de este fenómeno en toda regla.
Sin embargo, basta un dato para poner la situación en un contexto claro: de acuerdo con el Centro de Documentación y Análisis de los Trabajadores (Cendas), la canasta básica familiar costó 142.853 bolívares, al cierre de marzo, lo que significa que aumentó una media de 17,1% en un mes y 583% en un período de 12 meses. El diferencial entre precios regulados y los que se consiguen en los mercados, incluyendo los informales, promedió 1.892%.
Un salario mínimo vigente apenas cubre 7,9% de esta canasta, según esta institución, y el ingreso promedio de una familia de cinco miembros alcanza solamente para 10,9% de una compra básica.
Robert K. Rennhack habló sobre Venezuela en un programa de TV con el periodista argentino Andrés Openheimer, donde señaló que el Fondo Monetario considera que la economía venezolana ha entrado en una fase de «colapso».
Con este criterio coincide el economista y profesor del IESA, José Manuel Puente, quien proyecta no menos de cuatro años de recesión económica y cinco de inflación desbordada, incluso si se tomaran algunas medidas de ajuste macroeconómico, debido a la tremenda destrucción a que ha sido sometido el aparato productivo y a la desaparición de un esquema claro de construcción de precios relativos en la economía.
Fuera de tecnicismos, lo que ha ocurrido con la economía venezolana es una depresión que ya lleva más de 12 trimestres consecutivos con una caída imparable, y con niveles de inflación que han arrasado nunca mejor dicho- con el poder adquisitivo de todos los venezolanos.
Como ocurre generalmente en estos escenarios de colapso, se precariza el empleo, florece la escasez de bienes y servicios con la consecuente aparición de mercados negros, que en Venezuela se resume en el fenómeno de «bachaqueo»-, se destruye la estabilidad social y aumenta velozmente la pobreza, especialmente la que se mide por escala de ingresos.
Estas situaciones de colapso económico, al final, siempre tienen consecuencias políticas y casi nunca son felices.
Uno de los mejores ejemplos fue la pavorosa crisis económica alemana de principios de los años ´20, del siglo pasado, cuyo desenlace fue la instauración del III Reich, el reino nazi-fascista de Adolf Hitler.
CAOS MONETARIO ALEMÁN
La crisis económica, durante la llamada República de Weimar por la ciudad donde se firmó la Constitución alemana de la primera post guerra, en 1918- se ha convertido en un paradigma histórico para el estudio de desórdenes monetarios.
Como resultado de las enormes demandas para la reparación de daños de guerra y el desplome de la economía alemana, como saldo de la I Guerra Mundial, la república socialista que se instaló tras el conflicto decidió que debía emitir moneda, sin tomar en cuenta su respaldo, para cubrir su enorme déficit fiscal.
Esta política de descontrol indujo una enorme inflación que estalló en 1923, cuando Alemania debió emitir un billete por valor de 100 millones de marcos. En términos sociales, hubo caos, miseria, surgieron mercados negros especulativos y mucha violencia en las calles. Los sueldos apenas alcanzaban para cubrir un viaje diario en tranvía. Fue tal el desorden monetario que se llegó al extremo de que apenas 1% del dinero circulante no era inorgánico.
Testimonios de la época, recogidos en el libro «Libertad, un sistema de fronteras móviles», del escritor argentino Enrique Arenz, señalan que un litro de leche llegó a costar 3.500 millones de marcos, un viaje en tren 28 millones, un sándwich de jamón 40.000 marcos -6.000 dólares al cambio de la época-, y un ejemplar de periódico, 3.000 millones.
Ante la crisis productiva que dejó la guerra y el extremo castigo económico impuesto a la Alemania derrotada en el Tratado de Versalles, la tributación interna del país apenas cubría 10% de los gastos, de manera que la emisión monetaria pasó de 22 billones de marcos en 1919, a una cifra aproximada de entre 400 y 600 trillones en noviembre de 1923.
El ajuste posterior fue severísimo y doloroso, pues hubo que emitir una nueva moneda y prohibir absolutamente la emisión de dinero inorgánico, en medio de una contracción económica dramática, que se agudizaría con la crisis de 1929.
Fue el caldo de cultivo perfecto para un nuevo «mesías» que encontraría un culpable externo perfecto para la crisis los judíos-, prometería una era dorada para Alemania que la convertiría en la primera potencia del mundo, y que rescataría la historia gloriosa del «volk» germano. Lo demás es historia conocida.
MUNDO SIN INFLACIÓN
En la actualidad, la inflación es un fenómeno económico derrotado, aunque han comenzado a surgir presiones sobre los precios derivadas de la crisis financiera y el bajo crecimiento que afecta, prácticamente, a todos los bloques económicos.
Sin embargo, en Europa, el Banco Central de la UE advirtió sobre los riesgos de la deflación, ya que los precios en la unión cayeron 0,1% en 2015; pero esa es otra historia.
Lo cierto es que el entorno global es de inflación controlada y estable.
En 2015, cuando el BCV registró un aumento de 180,9% en el Índice Nacional de Precios al Consumidor (INPC) en Venezuela -una cifra muy discutible, por cierto-, en el resto de América Latina los incrementos de precios más grandes fueron en Brasil (10,8%) y Uruguay (9,44%).
En un rango intermedio se ubicaron Colombia (6,77%) y Perú, donde, con preocupación, se registró una inflación de 4,13% durante el año pasado.
Argentina es el otro gran problema, si se habla de inflación, en América Latina, pues, al igual que Venezuela, no tiene un indicador regular y oficial de precios que sea confiable. Fuentes privadas diversas estiman que el país suramericano registró un incremento promedio de precios superior a 60% el año pasado.
Una vez saldado el pago pendiente con los denominados «fondos buitres», el ministro de Economía del presidente Mauricio Macri, Alfonso Prat-Gay, dijo en Montevideo, que Argentina no tendrá cifras oficiales de inflación hasta 2017.
NO LLORES POR MÍ
Argentina, precisamente, vivió graves crisis económicas en los últimos 30 años, con episodios de hiperinflación. Dos destacan, en términos históricos, la inflación de 5.000% en 1986 y la de 21.000% en 1989, en plena transición entre las presidencias del radical Raúl Alfonsín y el peronista liberal Carlos Menem.
El país había recuperado la democracia pocos años antes, después que el gobierno militar se había comprometido en una guerra sin posibilidades, por recuperar la soberanía sobre las Islas Malvinas, contra Gran Bretaña. Los costos de esta insensata aventura militar, la caída generalizada de precios de las materias primas, malas políticas monetarias, que condujeron a una agresiva devaluación del peso, así como crecientes tensiones sociales provocaron un caos económico sin precedentes.
Ciertamente, el país, que una vez fue uno de los más ricos del mundo antes de que apareciera Juan Domingo Perón en el panorama-, venía atravesando un largo período de alta inflación; de hecho, entre 1946 y 1974 los precios aumentaron a un promedio anual de 30%, y entre 1975 y 1987 lo hicieron en más de 100% interanual.
¿El resultado? Carlos Menem llegó planteando un ajuste económico ortodoxo y una política monetaria rígida en extremo, la caja de conversión, que implicaba la prohibición constitucional de financiar monetariamente el déficit y establecer una regla cambiaria de paridad 1 a 1 con respecto al dólar.
El esquema funcionó por unos años hasta que los problemas de competitividad, la destrucción de tejido productivo y el empobrecimiento generalizado, causaron que la estrategia, monitoreada por el FMI, hiciera aguas.
La crisis estalló con espectacular magnitud en 2001, cuando el gobierno de Fernando de la Rúa se vio obligado a imponer un «corralito» financiero para limitar la fuga de capitales y las corridas bancarias descontroladas.
El país se sumió en una situación de caos, con saqueos, protestas violentas y las reservas internacionales se agotaron. De la Rúa huyó en helicóptero de la Casa Rosada.
Vino luego un período de inestabilidad política hasta que llegó Néstor Kirschner a la presidencia en 2003, quien, junto con su esposa Cristina Fernández, hegemonizarían la política argentina por 12 años.
LA EROSIÓN REGIONAL
Brasil, Bolivia y Perú fueron, entre otros, casos dramáticos de hiperinflación y crisis que generaron graves consecuencias políticas.
En Brasil, los precios aumentaron 1.119% en 1992 y 2.477% en 1993, en medio de la crisis política provocada por la destitución de Fernando Collor de Melo, por corrupción. Sin embargo, la crisis había comenzado a mediados de los ´80. De hecho, entre febrero de 1989 y marzo de 1990, la inflación fue de 2.751%, aparte que 7.500.000 brasileños se quedaron sin trabajo.
Brasil tuvo la suerte de que la estabilización llegó sin traumas institucionales, pues el «Plan Real», liderado por Fernando Henrique Cardozo, que supuso una reconversión monetaria y un ajuste concertado de la economía, que funcionaron para comenzar a abatir la inflación.
Perú corrió una suerte distinta, pues su larga crisis económico-financiera concluyó con el «fujimorazo» de 1990. El país estaba quebrado, sin prácticamente reservas internacionales, con un estado debilitado por la violencia, y una pobreza que alcanzaba a más de 80% de la población.
Alberto Fujimori, un desconocido profesor universitario, que apareció en el panorama político como un «tecnócrata salvador», disolvió el Congreso y decidió gobernar por decreto para imponer un implacable ajuste macroeconómico.
El colapso financiero se había gestado durante las administraciones de Fernando Belaúnde y, muy especialmente, Alan García, quien, ante las protestas por las políticas monitoreadas por el FMI, decidió cambiar de rumbo hacia el populismo, y generó un déficit fiscal histórico. El punto de quiebre fue una polémica nacionalización de la banca, en 1987, que provocó una fuga masiva de capitales.
García regresaría al poder años después, pero hizo una administración radicalmente distinta. Hoy Perú es un país en crecimiento y con baja inflación, pero los costos políticos y sociales pagados fueron enormes.
Bolivia, otro ejemplo de estabilización exitosa, a pesar de ya largo experimento populista del presidente Evo Morales, vivió en los ´80 el más pavoroso caso de hiperinflación de América Latina.
En 1985, el país más pobre de la región, registró una inflación de 8.170,5%, que fue el corolario de una larga historia de malas políticas económicas, un endeudamiento impagable y un aparato productivo ineficiente y postrado.
Bolivia vivió una verdadera ola de golpes y contragolpes de estado, que sumieron al país en una inestabilidad social y política que lo convirtió, realmente, en un estado fallido. Tras las reformas macroeconómicas, impuestas por el gobierno de Víctor Paz Estenssoro, en 1986, el país comenzó lentamente a encaminarse.
Morales, a pesar de su discurso radical, ha tenido el buen juicio de hacer una política social exitosa, sin desviarse de esa ortodoxia económica.
Como se puede apreciar, la hiperinflación tiene historia en América Latina y Venezuela es el capítulo más reciente. En la raíz de esta perversión económica siempre está el desorden monetario y fiscal. Las consecuencias siempre han sido devastadoras.
Superar estos episodios ha significado, para las sociedades que los han vivido, largos años de sacrificio y ajuste.
Esta es la medicina que nos espera.
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