La historia de un sueño en la sabana (III), por Félix Seijas
Corría el año 1953. La brecha entre las grandes ciudades del país y regiones como los llanos se hacía cada vez más amplia en materia de infraestructura y otras dimensiones que signaban la condición de vida de las familias venezolanas. En Caracas se inauguraba la autopista a La Guaira; el Gran Café abría sus puertas en Sabana Grande; el centro comercial Pasaje Zing arrancaba a operar en El Silencio con las primeras escaleras mecánicas del país; en la Ciudad Universitaria el Aula Magna con sus Nubes de Calder recibía sus toque finales; en la Esquina de Jesuitas se fundaba la Universidad Católica Andrés Bello; Arturo Uslar Pietri comenzaba a transmitir su programa «Valores Humanos» por la señal de la recién creada Radio Caracas Televisión; y en Maracaibo se inauguraba el fabuloso Hotel del Lago. Mientras tanto, en San Fernando de Apure, no ocurría nada.
Sin duda, que el bachillerato representó un reto para el joven Félix. Luego del impacto inicial que significó interactuar con muchachos de alta la esfera apureña, la condición innata de Félix Leonardo para conectar con gente empezó a manifestarse. En lo académico, las matemáticas pronto se hicieron sus clases favoritas. «Me parecía lo más fácil y menos demandante», afirmaba. «Con otras materias como por ejemplo biología, uno se iba a una fiesta y se la pasaba repitiendo en la cabeza que si el estómago está pegado a los intestinos, y que si los pulmones a la laringe; en cambio, con las matemáticas, uno cerraba el libro y ahí quedaba todo, no volvías a pensar en eso hasta que te sentabas de nuevo a estudiar».
Las habilidades con los números llevaron al joven Seijas a fungir de maestro informal de algunos compañeros de clase. «Nos íbamos a la orilla del río y nos sentábamos por horas a estudiar», narraba Félix. Los pupitres eran troncos y raíces de arboles sobre los que los adolescentes saborearon los primeros bocados del álgebra.
Cuando la concentración se hacía esquiva llegaba el merecido receso y empezaba el torneo de lanzamiento de terrones de arena. Los muchachos tomaban turnos para elegir una pieza de barro compactado, que lanzaban al río lo más horizontal posible para hacerlo rebotar más veces que sus contrincantes. «¡Te toca a ti, Raúl!», gritaban todos señalando a Raúl Estévez, hoy presidente de la Fundación Museo de Ciencias y Tecnología de Mérida (Muncyt), hijo del primer matrimonio de María Laprea, hermano del humorista Claudio Nazoa y padre del Chef Sumito Estévez.
Luego, vendría el hijo de Esteban Araujo, uno de los fundadores del partido Acción Democrática en el estado Apure. «A él lo mandaban al colegio con bastante comida y nunca podía con todo, así que la comíamos entre los dos», apuntaba Félix llevando los dedos cerca de los labios. «¡Vamos, Cachete!», apuraban por el mote a Carmelo Ricker, quien años después, en París, formaría parte del equipo de trabajo en los talleres del maestro del cinetismo, Jesús Soto. Con Carmelo funcionaba un sistema de intercambio: Félix le hacía los trabajos de matemáticas y «Cachete» le retribuía con los de arte y dibujo técnico para los que el joven Seijas no mostraba inclinación ni destreza.
A mediados de los cincuenta, una serie de cambios empezaron a ocurrir en el seno de familia Seijas. María, la hija de 24 años, la mayor luego de muerte de Carmen, se casó y se mudó a Acarigua, estado Portuguesa. Anselma y Antonia fueron enviadas a estudiar a San Juan de Los Morros a la casa de los Castillos, que era casi un convento. Félix, que ya entraba en segundo año de bachillerato, el último que podía cursar en la capital de Apure, pronto tendría que dejar el llano para continuar los estudios.
José Gregorio sabía que la hora de dar el siguiente paso había llegado y en silencio fijó la ciudad de Maracay como destino. Todo aquello formaba parte de lo que el patriarca había concebido por allá en 1944, cuando partió en mulas a San Fernando. «Poco a poco los fui sacando a la luz», solía repetir a sus hijos.
«Mi papá empezó a viajar para arreglar las cosas», recordaba Félix. «Quizás lo conversaba con mamá, pero a nosotros no nos decía nada». De uno de esos viajes, José Gregorio regresó con un libro del que Félix no se separaría por años y que aún hoy descansa en su biblioteca: El Álgebra de Baldor.
El viejo Seijas vendió la casa en Mango Verde por doce mil bolívares. Con el dinero compró un terreno en el Barrio San José de Maracay, derribó el rancho que ocupaba la propiedad y construyó la casa en la que viviría sus últimos años. Cuando Félix se enteró de los planes, la suerte ya estaba echada: Los nuevos dueños de casa de Apure necesitaban ocuparla y José Gregorio tuvo que adelantar la mudanza cuando aún faltaban tres meses para que Félix terminara el año escolar. «Mi familia partió para Maracay y yo me quedé en casa de tía Dolores mientras terminaba las clases», contaba. «No hubo problema alguno, yo tenía mucho contacto con mi tía y me sentía cómodo con ella».
En junio de 1956 el muchacho de quince terminó el segundo año, retiró sus papeles del liceo, tomó el bolso, la bicicleta, el Álgebra de Baldor y se despidió del llano como casa para siempre. Por segunda vez en su vida un autobús lo llevó hacia las montañas, solo que en esta ocasión pasó de largo San Juan de Los Morros rumbo a La Encrucijada, destino final del transporte. Al llegar ahí tomó la bicicleta, enfiló el manubrio hacia el oeste y empezó a pedalear. Rodando dejó atrás Turmero e ignoró al Samán de Güere, que en silencio lo vio avanzar desafiante. Ya en Maracay preguntó por el Barrio San José y siguió preguntando hasta dar con la casa de la familia.
Lo que encontró lo tomó por sorpresa. «Cuando llegué me impactó la sensación de pobreza», recordaba. En San Fernando vivían en una buena casa y José Gregorio tenía varios negocios, como la bodega y el botiquín, además del sueldo de Comisario. En Maracay, hasta ese momento, solo tenía la bodega y el ingreso era limitado. A casa le faltaban cosas por concluir y mejorar, como algunos cuartos y el techo, que para entonces era de láminas de zinc. «Mi hermano José pasó a ser una ayuda importante para la casa», afirmaba Félix. «Me llevaba cinco años, que en aquel momento era una diferencia importante. Él se volvió un hombre muy trabajador».
A los pocos días José Gregorio acompañó a su muchacho al Liceo Agustín Codazzi para inscribirlo en tercer año. Sí, la vida y sus guiños habían llevado a Félix a un plantel cuyo nombre honraba al General que luchó en los llanos junto a Páez y cuya descendencia se radicó en San Fernando encontrando ahí tanto la fortuna como la ruina.
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El clima y la conveniente ubicación de Maracay la hacían un destino noble para guariqueños y apureños que, por aquellos tiempos, veían como el brillo de los alrededores de San Fernando se opacaba a medida que el desarrollo de las vías terrestres y el auge del petróleo restaban importancia al transporte fluvial. De manera que al hablar, el acento de la sabana no llamaba la atención en una ciudad repleta de llaneros. Sin embargo, para el joven Seijas comenzó una etapa llena de rostros y códigos desconocidos. «En una ocasión, en el liceo, un muchacho me agarró una nalga», recordaba Félix aún con rastros de indignación. «Sé que para ellos era un juego, pero yo venía del llano, donde algo así era una agresión más fuerte que una mentada de madre». ‘‘El torito Seijas’, como lo llamaban los vecinos en Mango Verde por su carácter explosivo, reaccionó de manera violenta y descargó la potencia de su contextura sobre el desafortunado agresor.
Algo similar ocurrió con el docente de física. «Él era de esos que tenían fama de abusar verbalmente de los alumnos. Conmigo lo intentó en una clase y no tardé en estallar», apuntaba Félix, que estuvo a punto de ser expulsado del liceo. «En la junta en que se decidiría mi suerte una profesora intercedió por mí y me salvó de ser echado». La benefactora convenció a la directiva de que aquel muchacho venía de un entorno diferente y que además su temperamento había sido retado de manera inapropiada por el Profesor. La docente era Luisa Teresa Lanz, futura directora del plantel, cargo que ocupó por veintidós años y cuyo auditorio hoy lleva su nombre en honor a una de las más celebradas pedagogas del país. A sus 92 años, María Teresa se mantiene activa en el centro que fundó: El Instituto de Educación Integral. «Ella y yo mantuvimos contacto durante varias décadas. Siempre le agradeceré aquel gesto».
Dieciocho meses después de la mudanza a Maracay llegó 1958 con su enero nervioso. El gobierno de Marcos Pérez Jiménez tambaleaba y la Seguridad Nacional, policía política de la dictadura, intentaba controlar las protestas estudiantiles. Durante días se practicaron redadas en todo el país y Félix, que cursaba para entonces cuarto año de bachillerato, fue detenido en una de ellas. En el bolsillo llevaba una carta firmada por Flor María Chalbaud, esposa del dictador, a quien había solicitado una beca estudiantil. La carta anunciaba la aprobación de una ayuda de 80 bolívares mensuales para lo que Félix debía presentarse en el Concejo Municipal, frente a la Plaza Girardot, y realizar los trámites correspondientes. Iba camino al Concejo cuando fue apresado. «Mostré la carta y a las horas me liberaron».
Días después, a pocas horas de haber caído la dictadura, las calles y el azar llevaron a Félix a toparse con su captor. «Yo no quería hacer nada de eso, era la situación, ellos nos obligaban a hacerlo», se excusó el verdugo sin ser interpelado.
El 23 de enero de 1958 despegó de Base Aérea La Carlota, en Caracas, el avión conocido como «La vaca sagrada». En él huía el dictador rumbo al exilio y Venezuela empezó a degustar los primeros sorbos de democracia. En enero de 1959 Betancourt asumió la presidencia de nación al ganar las segundas elecciones libres en la historia del país. Mientras tanto, los planes de Félix seguían intactos: culminar bachillerato y alcanzar la universidad.
En julio de 1959, ya con el título de bachiller en las manos, Félix y su amigo y compañero de liceo, Jorge Arcia, se embarcaron en un autobús a la capital para inscribirse en la Escuela de Estadística y Ciencias Actuariales de la Universidad Central de Venezuela (UCV), una Escuela creada apenas dos años antes y de la que habían escuchado en una de las visitas que las comisiones de la UCV hacían por los liceos de las principales ciudades del país, dando charlas y entregando folletos sobre las carreras de educación superior.
Caracas los recibió con sus edificios y su ritmo acelerado. El cerro El Ávila, que estaba a pocos meses de convertirse en Parque Nacional, imponente y de un verdor y aroma distintos al que hoy conocemos gracias al tratamiento de ingeniería en sus pendientes y a la forestación a cargo de José Rafael García en la década de los sesenta, no dejaba de observarlos desde alturas hasta ahora desconocidas por ellos. «En Caracas dormí por primera vez en cama», contaba Félix. «Los primeros meses sacaba la pierna a media noche para mecerme y al golpear el piso despertaba y recordaba que no estaba en mi chinchorro». Durante ese primer período Félix viajó poco a Maracay. Quería evitar a algunos conocidos que desde la caída de Pérez Jiménez le insistían en que retrasara los estudios para unirse a movimientos políticos de izquierda. Félix había llegado a la universidad, su sueño de niño, y nada lo apartaría de ella. Además, en secreto, comenzó a sentir que otro anhelo que de joven ocupaba un lugar importante en sus metas podía materializarse en pocos años: formar una familia.
Sin embargo, el primer golpe importante en la vida de Félix Leonardo estaba por llegar. El 20 de marzo de 1960, cuatro años después de que los Seijas dejaran San Fernando y menos de un año luego de que Félix ingresara a la universidad, el joven tomó el autobús rumbo a Maracay y, en una parada de la carretera, se bajó a comprar un pan dulce. En el camino escribió en un papel: «Feliz día de tu santo, Papá», y al llegar le entregó el presente al viejo Seijas, que siempre consideraba el 19 de marzo, día de San José, como una fecha especial. Cuatro horas después José Gregorio sufrió un ataque al corazón.
Con la muerte del padre el soporte económico de «Joseíto», el único hermano varón, se volvió fundamental para la casa. Félix regresó a la universidad, pero la idea de lo que para la familia representaba la muerte de su padre aún palpitaba nerviosa. Una mañana, camino a clases, se detuvo frente a un negocio que exhibía un letrero ofreciendo trabajo y entró para hablar con el dueño. Durante la conversación el hombre le fue sacando información hasta enterarse de la situación. “‘Mire, muchacho’”, dijo el comerciante, “si usted tiene con qué comer y pagar su habitación, siga estudiando, no se ponga con esto”. Los ángeles aparecen donde menos lo esperas.
En aquella realidad, el consejo de aquel hombre era el más sabio. Venezuela era un país que ofrecía escalones a quien tuviese la entereza y disposición de luchar por conquistar sueños. Las residencias universitarias, el sistema de becas y la protección en el tema salud que la UCV ofrecía a sus estudiantes -por ejemplo, a través de la Oficina de Bienestar Estudiantil (OBE) se hicieron los arreglos para operar el ojo de Félix y corregir el estrabismo-; permitieron al joven Seijas conquistar en julio de 1964 el título de Licenciado en Ciencias Estadísticas, formar un hogar y emprender una historia profesional en la que ha dejado numerosos aportes a la sociedad y en la que también recogió reconocimientos de los que poco hablaba, como la Orden Mérito al Trabajo en Primera Clase; la Orden Andrés Bello en su Banda de Honor; la Orden Francisco de Miranda en Primera Clase y la Orden José María Vargas en su Primera Clase.
Félix dictó clases durante 34 años en las aulas de la UCV y se jubiló como Profesor Titular. En esa casa de estudios obtuvo también el título de Doctor en Ciencias. Fue miembro titular del Instituto Interamericano de Estadística y de la Asociación Mundial de Muestristas. Fue pionero en el desarrollo de métodos de investigación pública y política electoral en el país y publicó tres libros de la especialidad; dirigió durante diez años la instancia máxima rectora de estadística de Venezuela y fundó la firma de investigación de opinión pública más antigua y de mayor prestigio en el país: El IVAD. Sin embargo, hay un reconocimiento cuyo símbolo después de recibirlo siempre vistió con orgullo: El botón por los cincuenta años de egresado de la UCV. «Haber llegado a la universidad fue el logro que cambió mi vida».
La historia de Félix es la de tantos hombres y mujeres de aquella Venezuela rural que labraron un camino a través de la educación, en un país que ofrecía oportunidades y premiaba el esfuerzo. Tan solo en Agua Verde, un caserío remoto del llano venezolano, además de Félix se pueden nombrar casos como el de Elpidio Franco Zerpa, autor de varios libros de Derecho y el de Ángel Zerpa Mirabal, ex diputado del Congreso Nacional.
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En casa, acostado en su hamaca de descanso, con las piernas extendidas y cruzadas a la altura de los tobillos, Félix, de 78 años, peinaba con los dedos el cabello blanco metálico. Sobre el pecho sostenía uno de los tantos libros que a diario devoraba. Estaba consciente de la sentencia que el cáncer había impuesto en su cuerpo, y decidió mantenerlo en privado y vivirlo a su manera. A lo largo de su vida cuidó no ser aquel que produce cargas en otros, sino el que las alivia. Al arrullo del chirriar de las alcayatas su mirada se mezclaba con el cielo a través del acrílico que lo protegía de la lluvia. «En la vida es más importante la actitud que la aptitud”, dijo. “A mí me hubiese gustado ser Einstein, pero siempre he sabido administrar mis limitaciones».