La mala educación, por Teodoro Petkoff
La Ley de Educación puede ser vista como una suerte de Sub Constitución. Junto a la del Trabajo, es un texto legal que tiene que ver con la vida prácticamente de toda la gente del país. Quien no es alumno de maternal, kinder, primaria, bachillerato o universidad, es maestro o profesor y también padre, madre o representante.
No es exagerado decir que el ámbito de esa ley cubre a 27 millones de habitantes de este país. Además, el objeto de ella es la mente humana.
Atañe a la formación del ser humano, al desarrollo de las maravillosas potencialidades del cerebro para ejercer el pensamiento. Por lo mismo es un texto legal delicado, que debe contar con el máximo de aprobación, si no de consenso, por parte de quienes son los sujetos de ella, los millones de venezolanos que se educan o educan o tienen que ver con educandos y educadores en su condición de padres.
A una ley de educación no se le puede dar un mateo legislativo, como el que se comenzó a hacer con el proyecto presentado por el gobierno a la Asamblea Nacional.
Introducido entre gallos y medianoche, después de esa simulación de consulta que fue la de convocar a expertos en la materia, para hablar de un texto que nunca fue dado a conocer, haciendo de la «consulta» una fantasmagoría kafkiana en la cual nadie sabía exactamente de qué se estaba hablando, el proyecto AcuñaNavarro, ya salido de la clandestinidad, debería ser objeto, ahora sí, de un vasto y profundo debate nacional.
Este proyecto, que contiene varios aspectos pasablemente razonables y a partir de los cuales podría avanzarse hacia la fabricación de consensos, contiene también algunos otros bastante polémicos, respecto de los cuales, sin embargo, un debate desprejuiciado podría producir también los acuerdos necesarios para que la ley, una vez aprobada, pueda ser asumida por todo el país.
Aún dentro del clima de conflictividad que se vive hoy -y al cual no son ajenas las últimas iniciativas parlamentarias del gobierno-, es posible, tal como lo muestran los ejemplos de aquella inefable Ley Sapo y de la reciente Ley contra Delitos Mediáticos, que se puedan crear situaciones en las cuales aquellos aspectos más polémicos del proyecto, por lo mismo que afectan la vida de todo el mundo, puedan dar pie a convergencias que superen las distancias políticas y/o ideológicas y produzcan un texto legal en el cual se puedan sentir retratados los distintos y variados intereses que componen el hecho educacional. Basta un ejemplo para señalar aspectos que permitirían compatibilizar ópticas distintas.
En el artículo sobre la autonomía universitaria se sugiere que la elección de las autoridades debe involucrar «en igualdad de condiciones», a profesores, estudiantes, personal administrativo, obreros y egresados.
Así como los periodistas del gobierno consideraron intragable la Ley Ortega Díaz, los universitarios del gobierno sin duda que no dejarán de percibir en esta disposición un propósito político que no sólo mata la autonomía universitaria sino, lo que es mucho más grave, a la universidad como tal. Aprobar una Ley como esta, sin un mínimo consenso es de muy mala educación.