La notificación, por Marcial Fonseca
La primera despedida en la casa fue ciertamente inusual, más que triste, porque ya para esa época no se acostumbraban los velatorios en el hogar de la persona fallecida. De hecho, en el pueblo había tres funerarias en funcionamiento, dos de ellas habían introducido el servicio de cremación; y una podía atender los ritos judíos. Pero él quiso hacerle esa despedida a su mujer, a La China, como él la llamaba, antes de trasladar el féretro a la iglesia; o su iglesia, como solía decir ella, mi iglesia; lo decía con orgullo, como queriendo apartarse del confucionismo en que la educaron sus padres.
Y en verdad que ella era muy activa en las diferentes labores que dirigía el párroco del pueblo, y lo único que quedaba de su raigambre oriental era la profusión de guirnaldas con que ella decoraba la iglesia. Era muy querida por los feligreses quienes siempre la acompañaron en sus diferentes campañas a favor de los más necesitados del pueblo.
No habían tenido hijos; él era el único descendiente de la familia más goda de la región y ella, única heredera del comerciante más rico del distrito. Cuando la esposa empezó a sentirse mal, todo se desencadenó rápidamente, hasta que la muerte llegó sin que ella se enterara, lo supo el marido al levantarse y verla en una posición inusual en el lecho matrimonial.
El doctor de la familia dijo que murió tranquilamente, sin dolor, y sin percatarse de que estaba abandonando este mundo. Firmó el acta de defunción, y se la entregó al viudo para que iniciara el proceso con la funeraria.
De regreso del cementerio, algunos íntimos se quedaron con él por unos cuarenta minutos; y luego se marcharon. Ahora quedaba el hombre, solo, en su casa. Se sentó a meditar en el sofá de su biblioteca, a pensar en cómo enfrentarse a la soledad matrimonial, o mejor sería decir a su soledad de viudo; el peso que sentía en el pecho era mucho.
No quería subir a su cuarto; todo en él le recordaría a su mujer. El dolor por haberse ido era muy lacerante como para echar algo más a la herida. Quiso encender el pequeño televisor de su oficina; pero se arrepintió. Oyó un leve ruido, prestó atención a la puerta de entrada, quizás era algún amigo que venía a acompañarlo o un rezagado a darle el pésame. Falsa alarma.
Atenuó la luces, cerró los ojos, entrecruzó los dedos y dejó que algunas lágrimas rodaran por sus mejillas antes de secárselas con las manos. Se iluminó su celular, instintivamente volteó para ver la notificación y decía La China está escribiendo; y momentáneamente no supo qué hacer; la pantalla se oscureció, para nuevamente encenderse con el mismo mensaje, La China está escribiendo.
Él subió rápida y violentamente al segundo piso para averiguar qué pasaba; sin embargo, antes de entrar en su habitación, se tranquilizó, tomó aire y abrió la puerta lentamente.
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Y ahí estaba su amante que simplemente quería darle un sustico a él.
–Pero esta vaina tiene clave –se defendió mostrándole el móvil de la ahora muerta y así justificó ella el fracaso en el intento de textearle una jugarreta.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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