“Llorá, pero no olvides”, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Autor: Gustavo J. Villasmil-Prieto | @gvillasmil99
“Llora nomás botija
son macanas
que los hombres no lloran
aquí lloramos todos.
Llorá
pero no olvides”
Mario Benedetti. Hombre preso que mira a su hijo
El sagaz niño burló la vigilancia que custodiaba la puerta de entrada al hospital haciendo más gambetas que “Lio” Messi hasta que por fin alcanzó la cabecera de la cama en la que gravemente enferma yacía su madre, una joven mujer de cuyo cuello brotaban inmensos ganglios que como racimos dolorosos tensaban la piel que les recubría hasta romperla dejando escapar el repugnante efluvio verdoso característico de las escrófulas. Era aquel un hermoso muchachito de tez broncínea que no cumpliría aún los diez años; cabello de tintes rubios y ojos ”aguarapados” como los de hipotético Niño Jesús venezolano del aguinaldo, hijo de una Virgen María andina y de un San José llanero. “¿Cómo te llamas, hijo?”, le pregunté. “Josué”, me respondió mirándome con rostro tristísimo. Entre tanto, la joven residente a cargo iba y venía por la sala de urgencias teléfono en mano, angustiada, llamando a colegas amigos en otros hospitales, a alcaldías y a bomberos gestionando una ambulancia que no llegaba: había que trasladar a aquella pobre sufriente a algún otro sitio con dotación y equipo para tratarla y sin perder más tiempo en nuestro hospital, donde no había nada que ofrecerle.
Si alguna escena es ya cotidiana en los hospitales públicos venezolanos es la del médico que como náufrago en alguna remota ínsula lanza al mar de la web versiones de “mensajes en botella” con la esperanza de que alguien responda. Quizás sea algún viejo compañero de curso en la Facultad, un antiguo profesor o el amigo que hizo en los tiempos de médico rural: informales redes de afectos extendidas por cada hospital de Caracas y que las nuevas tecnologías permiten activar en la temida “hora de las chiquitas”, cuando la situación apremia y a la agónica debilidad institucional sanitaria venezolana solo queda oponerle la voluntad y la solidaridad. Ni qué decir que falta todo, incluso lo más elemental. La recientísima Encuesta Nacional de Hospitales 2018 una vez más muestra que nada hay que ofrecer a un venezolano enfermo en cualquier hospital público de este, el país que ingresó un millón de millones de dólares por concepto de factura petrolera en una década y en cuyo ejército hay más de 2 mil generales; el del gasto militar más alto de la región, el que subsidiaba el combustible para el transporte público de Londres y la calefacción en Nueva York.
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Con suerte, un poco de penicilina y unas algunas ampollas del viejo y noble cloranfenicol –el más venezolano de todos los antibióticos, extraído originalmente de aquellas cepas del hongo Streptomyces venezuelae recogidas por el doctor Tejera hace 70 años– constituirían todo nuestro arsenal terapéutico por aquellos días cuando de curar una infección severa se trataba. Expresiones todas del ruinoso legado sanitario de la llamada “revolución bonita”, de la orgía de petrodólares que convirtió en banqueros a tenienticos de “quince y último” y a muchachos de menos de 30 años, reinezuelas de belleza y actores de vaudeville en socialités de estilo monegasco en tiempo récord, todo en virtud de la profusión de “enchufes” provistos por quien elevara la corrupción a la categoría de razón de estado.
Nada había que ofrecer aquel día a la joven madre del pequeño Josué, quien clamando al cielo con los brazos en alto como aquel otro, el primero de los jueces de Israel, nos miraba esperanzado, convencido que en nuestras manos estaba la cura para la pobre enferma, ignorante en su inocencia de que en la Venezuela del chavismo los diagnósticos suelen sentencias. Conmovidos por aquella escena, lloramos todos. Y he de decirlo aquí sin el menor asomo de vergüenza porque, como escribiera el grande poeta uruguayo, “son macanas que los hombre no lloran”. Lloran lo mismo los viejos cirujanos curtidos en mil batallas de quirófano que los sesudos internistas que a diario osan hacer de taumaturgos de la Medicina; lloran los especialistas más experimentados como también los más jóvenes cada vez que redescubren el abismo inmenso que la tragedia socialista venezolana abrió entre lo que dicen los tratados médicos y lo que queda en los anaqueles de la farmacia del hospital.
En Venezuela no habrá paz sin perdón, pero tampoco sin justicia. No hay cambio posible que pase por el borrón y la cuenta nueva a los que no pocos con las manos ensangrentadas, cuando no sucias, aspiran hoy, tras los casi 20 años de desmanes que nos condujeron a tanto dolor. Ya surgirán corifeos que clamen por leyes de “punto final” en nombre de la paz y de la reconciliación, verdadero insulto a quienes pagan hoy con sus vidas los desvaríos de un grupete de militares felones aliados durante años con la crápula residual de aquella ultraizquierda sobreviviente tras la política de pacificación de Caldera.
¿Dónde están y qué tienen que decirnos quienes antaño con nosotros marcharon en protesta cuando fuimos estudiantes y hoy nos lanzan a la jauría represora siendo que coreamos las mismas consignas de entonces? Una embajada, una posición en la burocracia sanitaria internacional, una alcaldía, un ministerio, ¿valieron al fin más que aquellos solemnes juramentos que juntos prestamos ataviados de toga y birrete en el Aula Magna? Pocas resultaron a la postre las monedas a cambio de las cuales se tranzaron con el poder los “compañeritos”. Podría decirse que ¡hasta salieron baratos!
Pasa la revista médica y nuestro pequeño “botija” venezolano permanece estoico a la cabecera del lecho de su madre, tomando sus manos entre las suyas y hundiendo a ratos, entre sollozos, su rostro infantil en el regazo de la enferma. Ni qué decir que mis treinta años en el ejercicio médico no han impedido que hoy me conmueva hasta las lágrimas ante esta escena
La memoria me trae de vuelta aquellos versos de Benedetti de mi juventud, los del hombre preso que mira a su hijo. Y evocando el habla dulce de los rioplatenses, poso mi mano sobre la cabecita despeinada del pequeño Josué y digo: “Llorá, pero no olvides”.